1.5.24

Una última calada


Leo a Paul Auster desde hace treinta y tres años, desde que, a principios del 91, Alfonso, el dueño de una caseta de la Cuesta de Moyano, un hombre grande y afable, me recomendó La música del azar, que acababa de salir en castellano. Desde entonces, anterior o posterior, en inglés o en castellano, no creo que me haya dejado por leer ningún libro suyo, desde la edición de Trilogía de Nueva York en la editorial Júcar, que compré en la librería Paradiso de Gijón, hasta la última, Baumgartner, que leí en inglés antes de que apareciera traducida. Novelas, cuentos, ensayos, guiones, memorias…, todo ha ido cayendo a medida que se publicaba, con añadidos como ediciones especiales (la deluxe de la Trilogía que editó Penguin) o incluso una lata de Schimmelpennicks, los cigarrillos-puros que Auster fumaba y que algo habrán tenido que ver, ay, en el cáncer de pulmón que se lo ha llevado a la tumba. 
Hace unos meses supimos que estaba enfermo y muy desmejorado, pero el optimismo es la primera condición de la supervivencia, propia y ajena, y no pensábamos que la cosa fuera tan fulminante, a una edad, 77 años, a la que aún le quedaba, a su ritmo, un puñado de historias que contar. Celebro que haya tenido una carrera tan extraordinaria, sobre todo en un país en el que su forma de narrar implica ir un poco a contracorriente y no llegar al gran público, y sobre todo celebro que sus dotes, digamos, europeas, hijas del extrañamiento, hayan arraigado, y de qué manera, en esta parte del globo. Incluso celebro que haya tenido tiempo de hacerse viejo, no mucho para los tiempos que corren, ciertamente. Lo que lamento es algo propio, personal, egoísta, otra costumbre que desaparece, otro decorado de la vida que se esfuma, otra estantería que ingresa en el mundo de los muertos, de los que leíamos cuando éramos jóvenes y estábamos vivos, y eran lo bastante jóvenes como para acompañarnos toda la vida. Se acaban ellos, más pronto o más tarde, y su muerte es el preludio de otros finales. Son pocos los novelistas vivos que uno lee siempre, escriban lo que escriban, McEwan, Pombo, Ford, Houellebecq, y el que no ha brincado los ochenta no para de fumar, a veces las dos cosas, de modo que pronto (si no soy yo el que se adelanta, claro), mi biblioteca se habrá teñido entera con la penumbra de los clásicos, escucharé con mis ojos a los muertos, pero ya no habrá nada nuevo que esperar de ellos, ni tampoco tendré ganas de afiliarme, por así decirlo, a la obra nueva de algún joven escritor. Cada cual es hijo de su tiempo, hasta para sus lecturas imprescindibles.

Pienso ahora, el día que me desayuno con su muerte, qué fue lo que me atrapó de aquella primera novela, La música del azar, y me convenció para no dejar de leer a Paul Auster. Supongo que era el aire kafkiano de la historia, lo verosímil inquietante, la prosa tensa como el cordel que sirve para medir y para estrangular, sin frases de relleno, sin filigranas ni apósitos sentimentales. Cuando publicó en castellano su primer libro de poemas, Desapariciones, escritos todos en los años 70, dijo, además de nombrar a Paul Celan como su maestro, que su relación con la escritura había ido creciendo de la condición mínima y seminal de un poema breve a la más larga y compleja de un relato, pero que el método seguía siendo el mismo, es decir, entiendo yo, que Auster nunca se dejó llevar a ver qué pasa, dejando que fueran sus dedos los que hablasen o buscasen una trama mientras rellenaban páginas, sino que sus libros, todos, eran como esa muralla que se ve obligado a levantar Sachs, el atónito protagonista de La música del azar, piedra por piedra, juntura por juntura, con columnas que cada cierto tipo se repiten para dar al conjunto la debida consistencia, del mismo modo que en la vida es el azar el que nos va repitiendo y nos sirve de rima. 

Pero en Auster este azar no era el mismo azar casual de Anthony Powell, del que se reía Julian Barnes, sino un azar siempre metafórico, significativo. Recuerdo un relato en el que el protagonista cuenta que su padre se había comprado un coche nuevo antes de morir a los 63 años, creo. Durante el velatorio, el hijo bajó a la cochera y se sentó al volante del coche, todavía oloroso de plástico nuevo, y miró el cuentakilómetros, que también marcaba 63. Este tipo de rimas del tiempo me han servido como material de clase más de una vez, por ejemplo con las historias de El cuaderno rojo, casualidades inquietantes de cuando el autor era niño, notas dispersas en los hilos de la luz que componen una sinfonía coherente. 

Durante años, no obstante, cuando me preguntaban por una sola novela de Paul Auster, dudaba entre El palacio de la luna y otra que me revolucionó, más como aficionado a la literatura que como ciudadano con conciencia política, Leviatán. La primera era el mundo extraño y cotidiano al mismo tiempo de Auster, verosímil y fantasioso, raro y posible; la segunda, una desgarrada huida hacia delante de quien se siente preso de su propia coherencia. Las dos, y todas las demás, compartían esa prosa tensa y clara, ese deslumbramiento de lo que los demás vemos pasar como si nada, el acercarse a las cosas y escucharlas, y sobre todo, sobre todo, el tratar a los personajes con el máximo respeto si es que quieres que tengan algo interesante que contar.

No todas me han fascinado, desde luego. Por lo que leo, debo de ser de los pocos que acabó cansado de 4321, o que, cuando iba un palmo más allá de lo verosímil (Mr. Vértigo), sentía que su juego ya no funcionaba. Pero daba igual, era una apuesta de vida, el amigo que uno se hace un día en una librería, porque alguien de fiar te lo presenta y porque al leerlo sientes lo mismo que los colegiales cuando encuentran a sus primeras amistades duraderas, que tienen la sensación de que ya lo entienden, de que ya lo han leído, de que ya lo conocen, aunque no recuerden de qué.

30.4.24

Los relojes malolientes


Martinete del rey sombra es un libro de divulgación histórica escrito en lenguaje poético. En la senda del esperpento macabro, solanesco, rebosante de metáforas, atacado de versos, la prosa recuerda, a veces, al Umbral de Leyenda del César visionario, o más bien a un Umbral que se hubiera metido a contar las inmundicias borbónicas. Es el principal valor del libro, lo muy escrito que está, para decirlo en términos que al propio Umbral le hacían gracia cuando se los dedicaban. Pero es cierto: la imagen negra y casual, hedionda y luminosa, se apodera de los mejores pasajes del libro, que coge altura y cobra peso merced a su poesía, no tanto a su historia.
Cuenta el libro la penosa odisea de Fernando VI, aquí un pelele despreciado por propios y extraños, desde la odiosa Isabel de Farnesio al valido desaprensivo, el marqués de la Ensenada, y desde el rey de Francia al de Inglaterra. Salvo su negativa a entrar en guerra, poco hay aquí del prudente monarca que quiso reformar las estructuras de la patria, y mucho de un pobre hombre aniñado y caprichoso, y bastante idiota, que solo encontró amparo en una mujer a la que empieza odiando por fea y por gorda, Bárbara de Braganza, y que fue, mientras estuvo viva, quien lo mantuvo cuerdo y más o menos limpio.

Más de la mitad del libro se dedica a este sucio borbón (por más maquillaje que emplee, palabra que no se usaba en la época, por cierto, como tampoco kilómetro) y al sagaz, y afeitado, y seductor marqués de la Ensenada, a quien, hasta su destierro en Granada, parecen deberse todos los avances técnicos del reinado, incluida la fascinante —aquí remetida— empresa del espía Jorge Juan, pero también un acontecimiento que parece ser el centro de la obra pero no es más que contrapunto: la célebre redada con la que el marqués, con el beneplácito del rey, quiso borrar a los gitanos de la faz de la península, separarlos para que no criasen, y, al que tuviera un gramo de fuerza, emplearlo para rearmar la flota en astilleros escondidos. 

Los palacios de relojes rococó se alternan con la tragedia de miles de gitanos que corrieron la misma suerte, una pestilente cuerda de presos, llevaran la vida que llevasen, con la anuencia de las autoridades eclesiásticas y de un Benedicto XIV que para más inri ha pasado a la historia como pontífice ilustrado. El libro pendulea como uno de esos relojes que obsesionaban al monarca, ahora el encuentro con Bárbara de Braganza, luego la fosa excrementicia donde amontonar a los gitanos; ahora los salones donde elige presa nocturna el marqués de la Ensenada, luego la cárcel donde las gitanas se tiran de los pelos tratando de escapar. Ni en la vida del rey ni en la del marqués debió de ocupar mucho tiempo, desde luego, una decisión tan monstruosa como poco práctica, porque pronto no supieron qué hacer con tanto gitano, dónde desterrarlo, por mucho que en alguno de los viajes el mar se los tragase y les aligerara la faena.

Los tiempos casan, los de los relojes de oro y las horas de la cárcel, por la vía de la enfermedad, del asco y de la muerte. La estética  de imágenes negras se va entufando de escrófulas y orines, de bubas y pestes, tanto en las habitaciones de un monarca enloquecido como en las letrinas donde daban de comer a los gitanos. Es como si el reloj de unos y otros se detuviera en el justo punto medio de la más repugnante dejadez, la propia y la ajena, la del rey que no quiere ni verse a sí mismo y la de aquellos con los que nadie quiere cruzarse. Si el libro funciona es porque los dos extremos, el del poder y el de la miseria, se van acercando en una misma podredumbre. La enfermedad apesta a los gitanos pero también revienta a la reina, que estalla de tumores, y al propio rey, que acaba siendo el fantasma de un cólico miserere.

Funciona el lenguaje, insisto, la potencia de la imagen, en ocasiones algo repetitiva, y en otras demasiado entregada a todos los sinónimos del mal olor y de la mierda. Pero hay otros elementos que no funcionan igual de bien, por ejemplo el exceso de datos históricos, apretados, empalmados, que acaban mareando un poco, en detrimento de la recreación de las escenas (el mismo encuentro de los futuros reyes, los intentos de saltar los muros de la fortaleza), que son lo mejor del libro. Es decir, lo mejor es lo que habría acercado al libro a lo que orgullosamente llama novela la solapa, y así será, primero porque podemos llamar novela a lo que nos dé la gana y segundo porque la crítica ya lo ha bendecido. Ahora bien, cuando, por ejemplo, al final vuelve un gitano a su pueblo a por los dos burros que se quedó un vecino cuando lo apresaron, el autor, que tanto tiempo ha tenido para contarnos anécdotas malolientes, no cree necesario recrearse en el personaje, y nosotros nos quedamos con las ganas. 

Porque pensamos, qué se le va a hacer, que la novela es siempre invención, y además recreación en el caso de que los personajes sean históricos. Desde las primeras páginas es evidente que el lenguaje de Raúl Quinto es contundente, y que por sí solo nos ha de llevar hasta el final, por encima incluso de aquellas otras páginas que no son más que datos, no poesía desgarrada ni farsa de marionetas. Pero eso no quita para que no echemos de menos un arte de narrar que lo unifique todo, y sí nos incomoden ciertas licencias anacrónicas («va a ser que no», etc.) y un asomo de implacable narrador contemporáneo que no deja margen a unos ni a otros para que sean algo distinto a lo que eran antes de empezar, tanto los borbones maquillados como los pobres gitanos. En vez de eso, el autor recurre a excursos enciclopédicos que si no empantanan el libro es porque se cuida de que la intensidad al escribirlos no decaiga, pero que tampoco dejan de ser una concesión al recurso fácil, sobre todo cuando no se integran en un ámbito de drama, de personajes, de escenas. De novela.


Raúl Quinto, Martinete del rey sombra, Jekyll & Jill, 2023, 170 p.

25.4.24

Arte churrera


Era inevitable, en un libro lleno de citas célebres —y fáciles— mencionar alguna obra de Georges Perec, el más famoso miembro del movimiento OULIPO, aquella vanguardia francesa de los años 60 que utilizaba el juego de la combinación como fundamento de la creación literaria. Somos muchos los que hemos utilizado los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, cien formas distintas de escribir un mismo microrrelato, para iniciar a los alumnos de la manera más lúdica en los misterios de la elocutio. Perec, además de experimentos como el de La desaparición (una novela que en francés no tenía la letra e y en su traducción al castellano se prescindio de la a), nos dejó un libro estupendo, La vida instrucciones de uso, algunas de cuyas historias, que iban saltando de apartamento en apartamento en un edificio a lo Rue del Percebe, me siguen pareciendo ejemplares, como la de aquel constructor de puzzles cuya odisea inspiró, si no recuerdo mal, a Paul Auster para La noche del oráculo, aparte de comentarla en alguno de sus ensayos.
El caso es que Gonzalo Hidalgo Bayal se ha permitido un divertimento con aquellos mismos mimbres combinatorios, en este caso el del palíndromo y la autorreferencia, lo primero para construir una novela breve basada en la casualidad de las frases que se leen igual al derecho y al revés, y lo segundo para completarla con otra sobre la suerte que le corrió al relato en un concurso de novelas breves. Así pues, la primera mitad es una forzada historia sin más argumento que las ocurrencias palindrómicas de un joven que busca en unas ninfas del aburrimiento veraniego y sus moscones adolescentes materia para escribir una novela que lo saque del hastío y de las historietas de vaqueros con que trata de sobrellevar la chicharrina. Y la segunda mitad, ya sin frases palindrómicas pero no sin palíndromos argumentales, es un estirado, repetitivo y en buena medida gratuito añadido metaliterario que sobre la música de los concursos literarios y su escaso fundamento se recrea en los sueños perdidos, la poquedad de los aspirantes a gloria literaria y la mala suerte de quienes aspiran, literaria y carnalmente, a más de lo que deben. Al margen de la gracia propia de la prosa de Hidalgo Bayal, que nunca es poca, destaca un capítulo (hay dos, pero sobre todo uno) escrito en endecasílabo prosaico francamente divertido, el del poeta que quedó excluido del concurso literario por escribir en verso. 

Veníamos de leer Hervaciana, novela de aire autobiográfico, de colegio de curas, que nos gustó mucho y así lo dejamos escrito. Este Arde ya la yedra se emparenta con ella en algo muy propio de Hidalgo Bayal, el entretenimiento escolar, la afición por las palabras, por juguetear con ellas y con las frases célebres que jalonaban los libros de texto. Pero allí había, digamos, sustancia, personajes hondos y cercanos, algo que en este otro libro se disipa por necesidades combinatorias o por un sarcasmo algo forzado hacia el propio narrador y quienes anduvieron un camino paralelo al suyo. Como si el autor fuera consciente de que aquello no termina de salir, hay incluso un capítulo en el que el presidente del jurado juzga con tanta severidad como acierto el verdadero alcance de la novela que el protagonista presentó al concurso. Y dice: 


No hace falta ser ningún espeialista en literatura contemporánea para darse cuenta de la inanidad de esta novela, un divertimento insustancial, con palíndromos sin gracia (con esfuerzo, podría señalar tres o cuatro excepciones) y una trama que, además de aleatoria, gratuita, anacrónica, artificial e inverosímil, nada tiene que ver, ni por asomo, con la i.


    Y todo ello a propósito de que la novela se titula con otro palíndromo en torno a esa letra. Es difícil no estar de acuerdo salvo en lo de inverosímil, puesto que el relato de la entrega de premios es casi de realismo crudo, con todos sus ringorrangos provincianos, sus despilfarros de oropel barato, donde lo único poco corriente es, en efecto, que un miembro del jurado se haya leído las novelas que se presentan a concurso, y las juzgue con tanta saña como buen criterio. No sé si el autor se pone la venda porque ya siente la herida, o forma parte de la calima desganada que envuelve a la novela entera, pero el caso es que no se puede negar que Hidalgo es consciente de que lo que le ha salido, aun con el contrapunto de realismo sudado que lo equilibra, puede tomarse por un churro, y así lo manifiesta.

Luego vienen las especulaciones: ¿es el churro un género?, ¿se puede aspirar a otra cosa que a un churro partiendo de principios tan churriguerescos? Si, en efecto, el arte consiste en «bailar encadenado», ¿qué más arte que el artificio de forzar la historia con el solo impulso del juego verbal? De salir algo, ¿no sería literariamente puro? Y, en todo caso, ¿se compensa el juego alegre de la primera parte con la sórdida tristeza de la segunda, incluidas sus no sé si necesarias repeticiones?

Podríamos seguir, pero la verdad es que uno ha terminado de leer el libro porque la prosa de Hidalgo Bayal es tan sabrosa como poco corriente, y eso que aquí quedan tapadas las raíces ferlosianas por la hojarasca de la desgana que la cubre de principio a fin. En más de una ocasión el lector se plantea si la verdadera trama de la novela no es el hecho de tenerla que escribir, y si los plazos y los procedimientos que utiliza el protagonista (un mes de sopor, reglas estrictas cada día en cuanto a número de palabras, procedimientos rutinarios para encontrar algo que decir en medio de la inanidad imaginativa) no son los que se ha visto forzado a utilizar el autor por un quítame allá ese contrato.

En la editorial, como suelen, disparan por elevación y en la solapa cuentan una verdad a medias, es decir, un principio de novela que por no resolver no acaba ni de plantear siquiera, pero ahí queda, como si hubiera algo más, cuando en efecto no lo hay, o al menos no aquello que se sugiere. Hablar, en fin, así de mal de un autor al que uno admira quizá sea un caso de confianza que da asco, la misma por la que se valora la originalidad combinatoria del empeño, que siempre da resultados más ocurrentes que satisfactorios incluso para quienes también nos hemos divertido sacando significados de los significantes, dándoles la vuelta a las citas célebres e ilustrando artificios antiguos con procedimientos inusuales. El juego es así, tan divertido como irrelevante. Peor hubiera sido, bien pensado, que aspirase a ir más allá. Que encima, con esos mimbres, buscara eso que se llama trascendencia. Una cosa es ser ocurrente y otra ser ingenuo. 


Gonzalo Hidalgo Bayal, Arde ya la yedra, Tusquets, 2024, 339 p.

22.4.24

La novela saturniana


A pesar de lo que podía imaginarme, la lectura de La montaña mágica no se ha parecido a un ascenso a las inmaculadas cumbres de Davos sino a un sosegado pero impetuoso descenso por las aguas de un gran río como el Rin. La novela baja merced a ese impresionante ritmo sostenido, con tiempo para detenerse en los paisajes que se asoman a la orilla y saludar a los paseantes de la ribera y a las barcazas que vas adelantando a lo largo de la travesía, ahora un grupo de enfermos adinerados, luego un carguero lleno de informes médicos, más allá un contenedor de especulaciones filosóficas, o una fiesta de Carnaval, o una excursión goethiana por la tormenta de nieve. El viaje es completo en el sentido de que Mann no parece dejarse pito por tocar ni por tocarlo en toda su extensión, sin ahorrarle más a la botánica que a la teología, a la música que al espiritismo, a la tuberculosis que al amor, todo en su misma, ancha, inconteniblemente briosa misma medida, lo que da, en conjunto, sobre todo en la última parte, una sensación de remanso final, de delta pantanoso, sobre todo cuando pasa el tiempo y no vemos que el protagonista, Hans Castorp, termine de despabilar.
La novela ha pasado a la historia como un esfuerzo total de incluir en una narración los problemas del tiempo en que fue escrita, los inmediatamente anteriores a la I Guerra Mundial, con la que acaba en un episodio tan intenso como excepcionalmente breve. Y este despliegue sí es un ascenso en el conocimiento, de las cuestiones físicas y biológicas a las filosóficas y espirituales, de las puramente sociales a las más sentimentales. El tránsito lo vive un joven que acude a ver a su primo Joachim al sanatorio de Davos, un balneario para enfermos del pulmón en el que el tiempo parece haber sido borrado en favor de una sensación de bienestar ajeno a los males del mundo, al allá abajo al que algunos pacientes quieren volver pero otros, como Hans, rehúyen hasta que es el abajo el que viene a buscarlos. Está mucho mejor entregándose a la tiranía médica del doctor Behrens, a la fascinación, incontenible y discreta como un lied, por la imprevisible señora Chauchat, o a los duelos verbales entre Settembrini, el representante del humanismo racional, y Naphta, el jesuita terrorífico, escéptico y disolvente, una especie de sofista escolástico resentido que protagoniza un final tan salido de tono, tan forzadamente simbólico, como bien escrito.

Pero están enfermos. Al sanatorio se acude para curarse, o por lo menos para que la vida no aumente la infección. Vemos en Joachim, el primo militar que debe guardar reposo por obligación, todo el miedo y la conciencia de la enfermedad que no encontramos en Hans, cuyos pequeños esputos de sangre no atormentan ni intimidan, y para quien saltarse las normas terapéuticas es consecuencia del poco caso que, quizá con razón, le hace a su tambaleante salud. No encontramos en Hans esa conciencia de enfermedad que sin embargo sí se manifiesta en sus constantes alusiones al tiempo, a la disolución del tiempo en los días iguales, por más que los habitantes del sanatorio se empeñen en reproducir una intensa vida de hotel. Las estaciones se confunden y los ritos vuelven a sí mismos hasta que los meses se instalan como vaga unidad de tiempo, y lo que en Hans iban a ser tres semanas de visita se convierte en siete años de sesteo, de no querer salir de allí.

Si por un lado uno echa de menos ese, digamos, componente trágico, esa conciencia de enfermedad, de acabamiento, de lucha real con el tiempo —y eso a pesar de las abundantes y lúcidas reflexiones sobre la presencia de la muerte, y también sobre su olvido, sobre su impertinencia casi—, por otro sí queda muy bien retratado el dulce hundimiento en la parálisis vital, y la imagen del sanatorio/balneario cuadra con un reloj detenido, el mundo embotellado que, a pesar de reunir y discutir sus avances y conocimientos, no quiere saber nada de la pendiente por la que se va deslizando hacia el abismo. La ingenuidad de Hans, que casi en ningún momento se para a contemplar su estado, y al que ni los brillantes argumentos de Settembrini ni las evidencias médicas de Beherens le sirven para bajar el diapasón de su entusiasmo, se puede tomar por trágica en el sentido de que no es un héroe consciente, sino alguien por encima del que el lector se sitúa para compadecerlo por su juvenil ausencia de catastrofismo. Los pacientes van cayendo con puntualidad germánica, fieles a su cita con la tisis, pero unos hacen ruidos de broma con su neumotórax y otros se lo toman con una exageración operística, como el suntuoso Peeperkorn, extravagante personaje que uno cree que cuenta con más espacio del que se merece.

Porque esa es, en fin, la única pega que uno le pone a esta novela, que el autor la devora, que se impone con sus reglas, sus planes y sus parámetros; que, cuando el río llega al estuario y se mezcla con las aguas saladas y revueltas del mar, él sigue con su estricto plan de ingeniería narrativa, sin ahorrar una palabra a ninguno de los temas que, a poco de llegar, cuando ya se atisba el horizonte azul, sigue agotando con la misma persistencia que cuando la novela navegaba por su curso medio, o en esa primera y extraordinaria primera mitad, de un impulso arrollador, en parte, supongo, favorecido por una traducción tan fluida como la de Isabel García Adánez.

Aun así, lo que son las cosas, aun rezongando un poco cada vez que, bien avanzado el relato, Mann vuelve a engolfarse con los bizantinismos de Settembrini y Naphta en vez de centrarse, por ejemplo, en el sufrimiento del joven Joachim, es decir en la expresión de su conciencia , en la experiencia de morir, la novela no ha dejado de absorberme hasta el final, y una vez terminada no siento deseos de desensebar con un relato más ligero sino, curiosamente, de leerme un tomo de filosofía medieval, quizá porque hay elementos que se bastan a sí mismos fuera de cualquier relato, y dentro, por mucho que se tire de ellos, siempre saben a poco.


Thomas Mann, La montaña mágica, trad. Isabel García Adánez, Penguin, 2024, 1047 p.

23.3.24

Sabia memoria


En 1972, la editorial Taurus publicó dos libros de Julio Caro Baroja capitales para lo que podríamos llamar la cultura barojiana. Uno es el nunca lo bastante alabado Los Baroja, verdadero modelo de literatura memorialista, tanto por lo que tiene de recreación de un mundo personal como por su extraordinaria prosa, tan clara como absorbente, tan sobria como emotiva. El otro libro de aquel 1972 era Semblanzas ideales: maestros y amigos, en el que Caro reunía textos de homenaje y ensayo biográfico, la mayoría de principios de los años 60, y que en conjunto era el retrato de una época, la que había empezado en 1868 y terminaría, y de qué manera, en 1936, a partir de las experiencias personales del autor a la vera (bidasotarra) de sus tíos, sobre todo de Pío Baroja. Con motivo del centenario del gran humanista, Semblanzas ideales fue reeditada en 2015 por la editorial Caro Raggio, fundada por el padre de Julio Caro y cuya labor prosigue su sobrino, Pío Caro-Baroja, quien añadió algunos textos, sobre todo de los años 80, perfectamente coherentes con alguna de las cuatro partes que componen el volumen original.

     Uno de estos textos incorporados, Una vida en tres actos, es el que abre esta reedición de 2015, una semblanza autobiográfica escrita, más que desde la senectud, desde la nostalgia y la melancolía, lo uno porque Julio Caro tuvo la suerte de vivir una infancia, adolescencia y primera juventud verdaderamente fantásticas, y lo segundo porque después de 1936, y, de otro modo, desde mediados de los 50, da la impresión de que solo los libros lo mantuvieron a salvo de la una tristeza ya imposible de borrar, con el recuerdo amarrado a un mundo irrepetible y la mirada endurecida por el desengaño. El niño Julio se crió en una casa donde, además de dos grandes artistas, de los más importantes de su tiempo, vivían dos mujeres fuertes, su abuela, algo así como su vínculo vasco, y su madre, cuya labor etnográfica y su compromiso feminista ya han sido reivindicados; y su padre, editor de autores de todo pelaje, desde fabricantes de novela sicalíptica a grandes eruditos, todos los cuales Julio Caro veía pasar por casa como quien ve entrar al vecino del quinto. Un niño que pasea hasta la plaza de la Marina con Ciro Bayo y los domingos va a comer con la familia de Ortega y Gasset, que de jovencito acompaña hasta el Ateneo a Miguel de Unamuno y asiste en su propia casa  a las exhibiciones teatrales de Valle-Inclán, que se para a charlar, de paseo con su tío Pío, con un escritor tan querido por la familia como Azorín o que ve desfilar a lo más florido (al menos lo más vistoso) de la bohemia de la época, amigos la mayoría de su tío Ricardo, no solo tiene una perspectiva de la vida ciertamente privilegiada sino que casi la toma como refugio de la que a su edad acaso le correspondiera. Aquel niño de aspecto algo raquítico estaba más a gusto entre libros de toda clase (en una familia refractaria a la gazmoñería, culta en el más amplio y saludable sentido de la palabra) que siguiendo una infancia convencional aun en las desinfectadas aulas del Instituto Escuela. Pero es que, además, cada vez que podía se  iba a vivir a un cuento de hadas, a Itzea, con su tío y con su abuela, con quienes confiesa que era feliz. Allí sí que alternaba los libros con las correrías, los amigos de su tío —ilustres visitantes o sencillos aldeanos— con los hijos de familias humildes de Vera de Bidasoa. Allí desarrollaba un amor por lo popular en general y lo vasco en particular que marcaría buena parte de su trayectoria intelectual. De modo que no es extraño que por este libro paseen tipos pintorescos y venidos a menos como el humorista Taboada o Ciro Bayo, o incluso otros tradicionalmente despreciados como el folletinista Manuel Fernández y González, en un muy oportuno añadido de 2015 que sirve para que Caro despliegue una apasionada y justísima defensa del folletín como fundamento del arte de novelar.

      La parte, digamos, madrileña de este mundo mágico de su mocedad da cuerpo a la primera parte de Viejos amigos, grandes figuras, además de título al volumen entero. En ella encontramos un ensayo biográfico sobre Pío Baroja que es lo que tendría que leerse cualquiera que quisiese tener las ideas claras sobre el escritor. Hay buenas biografías de don Pío (la de Pérez Ferrero se sigue leyendo muy bien), pero ninguna tan íntima y certera como este texto que abría, en el año 62, el compendio de crítica barojiana más importante que se ha publicado, Baroja y su mundo, en edición de Ricardo Baeza. Después irían apareciendo biografías de todos los colores, prolijas, profesorales, anecdóticas e incluso mendaces y desaprensivas, pero en ninguna se encuentra nada imprescindible que no pueda leerse en estas páginas escritas desde el afecto, el orgullo y la lealtad más sinceros, y, por supuesto, el más directo y constante de los conocimientos. Aquí se retrata al hombre alérgico a los dogmas, reacio a más clasismo que contra la estupidez o la petulancia, con manías pero sin prejuicios, más culto de lo que aparentaba, leal siempre a sus principios y, desde luego, en absoluto misógino, por no soslayar el estúpido, injustificable sambenito que todavía hoy hay quien se empeña en colgarle. No copió este texto Julio Caro para sus memorias familiares, desde luego; pero sí, por ejemplo, impresiona en Los Baroja el retrato de la muerte de su tío, que aquí, algo menos detallado, está transido de dolor, escrito todavía en carne viva. Pocas muertes, en todo caso, ha leído uno tan bien contadas.

      En otro lugar he comentado que en la obra de Baroja conviven dos mundos a los que, para entendernos, podemos aludir como el de Madrid y el de Itzea, y que en cierto modo se corresponden con sus novelistas más admirados, Dostoievski y Dickens. Es decir, lo aventurero, fantasioso, optimista, romántico y sentimental, lo Dickens, lo Itzea, se compagina con lo angustiado, pesimista, crudo, cáustico y urbano, lo Dostoievski, lo Madrid. Y esta dicotomía sirve para Baroja pero también para los Baroja, porque, entre Pío y Ricardo, la parte más sombría quizá corresponda al primero, y al segundo la más desenfadada. Ambos conviven en la memoria agradecida de Julio Caro.

     A mediados de los 50, en el homenaje que le dedicó la revista Clavileño, aparecía un artículo de Julio Caro sobre la pintura de su tío Ricardo que resuena en el texto que aquí le brinda: su extraordinario valor como grabador, su decidido posicionamiento frente al sorollismo, del que no compartía ni su ambición luminiscente ni su miedo al negro, aparte de las excepcionales cualidades de paisajista con figuras y de algo que uno no se cansa de reivindicar, la maravillosa sintonía que los dos hermanos tuvieron en sus colaboraciones, sobre todo en La lucha por la vida, y un cierto aire común que orea la obra entera de ambos artistas. Pero Julio Caro también defiende y pone en su sitio, que es bastante relevante, la obra literaria de su tío Ricardo, sin halagos despendolados ni exageraciones fervorosas, como es el caso de la bastante comedida mención a La nao capitana, aunque también enarbole la influencia que Pedigree pudo tener en autores como Huxley, y no deje de valorar sus excelentes textos testimoniales reunidos después en Arte, cine y ametralladora.

     Sin llegar a la afinidad personal e intelectual que le unía con Pío, el recuerdo de Ricardo Baroja en este libro es el de un dandy de su tiempo, especialista en inventos y proyectos poco rentables, un vivalavirgen que siempre vivió para el arte pero no fue un profesional del arte hasta que a la vejez, tuerto y desgarrado por las miserias de la guerra, las circunstancias lo obligaron, algo amargado su temperamento jovial, su tipo de “vasco de catálogo”, como muchos que pintara su hermano Pío y quizá heredado, en cuanto al carácter, de su abuelo Serafín.

    Esta primera parte, que en Semblanzas ideales se completaba con las de Ciro Bayo, Luis Taboada, Valle-Inclán y Azorín (una mezcla lo bastante significativa del talante del autor), se enriquece en la nueva edición con cinco textos del todo pertinentes. Aparte del decano del folletinismo español, Manuel Fernández y González (en cuyo taller, sin ir más lejos, aprendió a escribir novelas Blasco Ibáñez), aparecen aquí semblanzas de Unamuno, Ortega, Marañón y Ramón Carande, las dos primeras como apuntes de recuerdos personales, las dos últimas como reconocimiento de su maestría y de su aportación, siempre desde el afecto de quien ha podido tratarlos en persona. De Unamuno y de Ortega no tenía sentido glosar sus mil veces glosados logros intelectuales, pero sí algo que a Julio Caro le impresiona y no deja de subrayar: la bondad, la condición de buenas personas, por más que uno haya pasado a la historia como atrabiliario y peleón y el otro como retóricamente pagado de sí mismo. No es esa la impresión que deja Julio Caro, antes bien la de hombres comprometidos con su tiempo y leales a sus amigos, lo mismo que Marañón o Carande, si bien esto con la nota añadida de la admiración intelectual, en un caso por la sabia aplicación de los conocimientos médicos el campo de la historiografía y en el otro por algo que tiene mucho que ver con el resto del libro: el verdadero valor científico de las investigaciones humanísticas.

   Así sucede en la segunda parte, dedicada a sus maestros vascos, Aranzadi y Barandiarán, y a otro con quien no tuvo trato, Azkue, a quien Pío Baroja sacaba de sus casillas pero cuya aportación al estudio del folclore vasco Julio Caro da la mayor importancia. Pero los otros dos sí son figuras capitales en su vida. Que un mozalbete de quince años, en vez de pasar el verano mariposeando por la playa, se apunte “de marmitón” a unas excavaciones arqueológicas —por recomendación de su tío— con esos dos gigantes de la etnografía vasca, sin duda tiene que imprimir carácter, y a Caro desde luego que se lo imprimió. Sin embargo los textos que aquí les dedica son de distinta naturaleza. De Aranzadi traza un esbozo biográfico dedicado “a la memoria de un hombre que vino a este mundo hace cien años”, es decir, al individuo y a la importancia de su trabajo. Pero el dedicado a Barandiarán, subtitulado y la conciencia colectiva del pueblo vasco y con el sabio sacerdote vivo y presente, es un apasionado alegato contra la destrucción de las formas de vida tradicional, no contra el progreso sino contra su voracidad, la innecesaria aniquilación de un hábitat poético con la que se enmascara y banaliza la esencia de un país. El texto es de 1963 pero merece la pena leerlo a la luz de todo lo que vino después, sobre todo de la tibieza, por no decir desconfianza, con que los santones del euskaldunismo se referirían a don Julio.

      De los tres maestros vascos Julio Caro alaba en primer lugar su preocupación por las fuentes, por el terreno, el objeto, la piedra, la estela, el vestigio, por todo aquello que va más allá de la especulación libresca y acude al fondo del asunto, y esa es también la virtud científica que no se cansa de reconocer en los textos que ocupan las dos últimas secciones del libro, el dedicado a los maestros de la Institución Libre de Enseñanza y un colofón con esas dos figuras ciclópeas del saber hispánico, el inabarcable Ramón Menéndez Pídal y el asombroso, casi sobrenatural Manuel Gómez Moreno, insólito ejemplo de una raza más antigua y una inteligencia superior, y epítomes ambos de lo que alguien de tan copiosa y profunda obra como Caro parece sentirse modesto discípulo, de la tarea ingrata de la búsqueda, el análisis, el afán descriptivo y clasificatorio, de la ambición de conocer. No en vano el gran Gómez Moreno, poco antes de morir a los cien años, le confesaba al autor que hacía la muerte ya no sentía temor. Sentía, sobre todo, curiosidad. 

   Quizá por eso Julio Caro no se molesta en ocultar cierto desdén por los estudios literarios, la mayoría ocurrencias teóricas y refritos amalgamados, con excepción, por supuesto, de aquellos que hacen con un autor lo mismo que estos grandes maestros hacían con las fuentes epigráficas o las estelas funerarias. Decía Antonio Carreira, un filólogo de verdad, al acabar su magna edición crítica de los romances de Góngora, que su trabajo llegaba hasta ahí, y que a partir de entonces empezaba el turno de los críticos. Siempre vi un punto de retranca en esa afirmación, porque lo complicado, lo científico es, precisamente, llegar hasta ahí. Carreira, por cierto, también es autor de una minuciosísima bibliografía de Julio Caro Baroja que se publicó en Cuadernos hispanoamericanos y que el editor de este Viejos amigos, grandes figuras tuvo en cuenta para la incorporación de nuevos materiales a las anteriores Semblanzas ideales.

      Pero decíamos que esta apología del rigor incluye también a los maestros de la I.L.E., con Giner de los Ríos a la cabeza, pero también Manuel Bartolomé Cossío y Jiménez Fraud, a los que ahora se añaden la esposa de este último, Natalia Cossío, y Luis García de Valdeavellano, con sendos textos más breves y recientes. De ellos queda una sensación que no deja de sobrevolar la siempre atractiva lectura de sus trayectorias intelectuales: todos se dedicaron a lo que podríamos llamar la infraestructura del conocimiento, los fundamentos prácticos de la dignidad. Todos trabajaron sin regatear esfuerzos por una escuela más avanzada y un país más culto y moderno y mostraron sus excepcionales dotes como investigadores, y prueba de ello es el estudio de Cossío sobre El Greco o los de Fraud sobre la historia de la universidad española. Pero, siempre dicho por Caro desde el respeto y la admiración, late, por un lado, la queja por el escaso aprecio que en el fondo se hizo a su gran obra. Pasan a la historia los que fueron becados por la Residencia de Estudiantes, pero no quien la levantó y se empeñó en que fuera un motor de progreso. Y así da la sensación de que, para el final que alguno tuvo, caso de Jiménez Fraud, con un empleo de lector (eso sí, en Oxford) gestionado por hispanistas que admiraban su labor, o en las galeras de la traducción, más les hubiera valido no ser tan “ingenuos” en sus sueños pedagógicos. Esa entrega a la docencia, tan colonizada por figurones de medio pelo que se escuchaban a sí mismos, su empeño ascético en cultivar el país igual que Ciro Bayo se ganó por un tiempo la vida “desasnando gauchos”, no está claro, parece sugerir Julio Caro, que llegase a merecer la pena, sobre todo si nos privó de una obra científica de la que todos dieron ejemplos tan eminentes. Forman la generación de 1868, la de los hombres empeñados en sacar al país  del marasmo moral e intelectual, y sus verdaderos frutos fueron las generaciones de fin de siglo, esa “Generación del 98” que Caro no le convence como concepto (y eso que fue un invento de Azorín astutamente utilizado por Ortega), que forman lo más granado del humanismo y la ciencia españolas hasta el apocalipsis de 1936. Solo por ello ya merecen todos los honores, y así se los rinde don Julio.


Julio Caro Baroja, Viejos amigos, grandes figuras, ed. de Pío Caro-Baroja, Caro Raggio, 2015, 414 p.

      

15.3.24

Invasión

Cuaderno de invierno, 86


Junto al prunus y al espino, rozagantes de flores, han echado flor casi todos los frutales, desde los primeros brotes de los manzanos hasta el impresionante ciruelo silvestre, que llevaba enredada una parra pero he renunciado a podarla porque cada vez que estiraba de un sarmiento caía una lluvia de pétalos, un hanafubuki como el de los cerezos, que nos ha llenado de confeti a Galán y a mí. Quedan por florecer precisamente los cerezos, y también los perales y los membrillos, pero el cambio de estación se ha consumado: la alfombra de grama, nuestro césped natural, tiene corros de un verde fresco, y hemos visto salir las primeras hojas de los frambuesos y no tardarán los groselleros. Pronto podremos pasearnos junto a ellos como en el libro admirable de Adalbert Stifter. 
Por salir salen hasta pájaros que estaban escondidos o hibernando en otros parajes, y con ellos especies humanas que en el primer fin de semana vernal llenan el valle con sus gritos. Vienen familias que no han pisado la vega desde que acabó el verano, y se llaman a voces desde los ribazos como los pastores entre las lomas de las cañadas, con esas voces antiguas, como aullidos de un lenguaje primitivo, y preparan fogatas y paellas y tiran al sembrado las cabezas y las vísceras de un pollo y un conejo, que varios cernícalos astutos aguardan, suspendidos en el aire, no sea que se les adelanten los gatos. Pero no eran desagradables aquellos ecos pastoriles, el padre que abría el tajadero y avisaba al hijo de que ya corría el agua, que estuviese atento para conducirla con la azada. Más desagradable ha sido un pájaro piparro que allá lejos ha venido con un auto, ha abierto las puertas y ha puesto Cadena Dial a todo trapo mientras echaba de comer a sus lebreles. Gracias a Dios, esta infame turba, por mucho que salga de caza, es alérgica a la amenidad de los campos, y nada más echarles unas sobras a los pobres bichos en sus cubículos inmundos se ha ido con la música a otra parte.

A pesar de todo, este ha sido el invierno más templado desde 1870, y todo indica que nos espera un largo verano sahariano que se comerá buena parte de la primavera y del otoño. Ya sé que tanto colorido en el jardín debería subirme los ánimos, pero ese calor, ese ruido…

14.3.24

Flojera

Cuaderno de invierno, 85


El primer pensamiento es el que vale. Más nos hubiera valido, como pretendíamos, cocinar el hinojo para la cena de anoche, que tiene variadas propiedades depurativas: antiguamente las madres lo mascaban y echaban el aliento a sus hijos en los ojos, para prevenirlos de complicaciones oftalmológicas, y todo el mundo sabe que no hay nada mejor para mitigar las cagantinas. No lo hicimos y me arrepiento, porque he amanecido atormentado por los retortijones, se conoce que por la miaja de fiesta que celebramos el otro día, seguramente por una lata de escabeche en malas condiciones; hasta el extremo de que me he tenido que quedar en la cama, leyendo una novela rusa que casi no podía sostener entre las manos. Por la ventana entraba el sol alegre y se oía cantar a los pájaros, pero no reunía fuerza suficiente para levantarme. Los antiguos labradores hacían de tripas corazón, si es que no podían dejar al rebaño en las majadas, con el gasto de forraje que supone, pero a veces, si caían víctimas de una grave alferecía o de un cólico agudo, con las fuerzas se les iba el ánimo y ya no volvían nunca más a levantarse de la cama. Son los célebres tumbados, a medio camino entre la siquiatría y la superstición, cuyas mujeres los trataban como una desgracia divina en vez de como a un zángano irrecuperable. Me acordaba en los ratos de mirar al techo, entre capítulo y capítulo, pero antes de dejar que entrasen los malos pensamientos volvía a los paisajes nevados y los gorros de piel de conejo, como tratando de aliviar con un frío ficticio esta temperatura tan extemporánea. Apenas he salido luego a que me diera el aire y acariciar un poco a los mastines, que se arremolinaban a mi lado sin tocarme, tan frágil y desvalido me sentían los animalicos. Y me he mantenido en pie el tiempo justo para ver las flores del melocotonero, que ya han cubierto el arbolillo, y, con más voluntad que brío, aún he abierto la manguera para regar los saúcos, cuyas hojas empiezan a brotar, y el albaricoque, de flores como perlas sonrosadas, prietas gemas que estos días empiezan convertirse en flores delicadas, pero el agotamiento ha podido enseguida conmigo y he vuelto a sentarme junto al fuego con una manta encima de las piernas, agarrándome al invierno como quien se agarra a un crucifijo.

13.3.24

Hinojo

Cuaderno de invierno, 84


De par de mañana hemos rascado el hielo en las lunas de la furgoneta cuando íbamos a por provisiones. El hielo había blanqueado los matojos y hasta que la calefacción se ha puesto en marcha íbamos encogidos y frotándonos las manos. En otros tiempos habríamos llenado los serones del tardi aselli con espinacas y coliflores, y unos hinojos que han aguantado bien el invierno, igual que los pulcros apios y las matas de fresas, o algunos ajos tiernos que vender en el mercado. Así hemos ido al centro comercial de las afueras a proveernos de lo más indispensable.
A mediodía, sin embargo, un solazo anticiclónico se había apoderado del cielo. Los perros recargaban tumbados las calorías y aquello ya no era sol de invierno que estremece la piel con sus irradiaciones. A esas horas ya sobraba la chaqueta. De manera que por la tarde nos hemos dedicado al riego en vez de a la quema, al agua en vez de al fuego, que es otro de los síntomas de que el invierno se termina, y nos hemos dado un paseo por el camino de Valdeavellano, el primero de la temporada, porque suele tener como objetivo ver qué tal andan los huertos de dos vecinos, buenos hortelanos, cuyos usos y costumbres me sirven de modelo. Uno de ellos aún no ha empezado a plantar, ni siquiera los ajos. Mal asunto, será que está algo flojo, o que prefiere dedicarse solo a los tomates. Pero el otro ya tiene los ajos crecidos y las cebollas bien tiesas, y todavía sigue recogiendo de un corro de espinacas. Me he fijado en que este año ha encalado los troncos de los manzanos, para que no se le suban los bichos, digo yo.

El sonido de la tarde eran los varios motocultores que pedorreaban por la vega. Con el anticiclón los rotovátores abandonan sus guaridas, supongo que para castrar la tierra con el hielo de las mañanas, porque ya me dijo el hortelano de los troncos blancos que aquí, salvo los ajos y las cebollas, plantar antes del 3 de mayo es tontería. Lo menos que puede pasar es que el hielo queme las flores. Bastante tenemos con los frutales, por mucho que los encalemos.

De regreso, hemos sacado uno de los bulbos de hinojo para preparar una lubina al horno, según una receta que leí en una novela. Eso que nos llevamos por delante.

12.3.24

Valla

Cuaderno de invierno, 83


Lo dice Virgilio:

Hasta en días festivos unas cuantas labores 

permiten las divinas y las humanas leyes: 

ninguna religión vedó encauzar arroyos, 

o cercas ir tendiendo en el sembrado, construir 

las trampas de los pájaros, o ir a quemar yerbas 

y chapuzar la grey balante en agua sana. 


A los pájaros y a las ovejas los dejaremos en paz, y de momento ha llovido lo bastante como para no abrir el tajadero. Quedan, eso sí, algunas yerbas que quemar y que estos días de viento fuimos dejando hasta que el tiempo se calmara. Pero hoy, que también era festivo, hemos subido a reparar un recodo de la cerca, la que da al pilar del entradero, que se había quedado sin cañizo y las ramas de las arizónicas se habían metido en la alambrada, y algunas incluso crecían abrazando un alambre y había que serrarlas por ambos lados e ir astillándolas con las pinzas de podar. Tampoco hace tanto tiempo que renovamos el cañizo de esa parte de la valla, pero el viento y la lluvia lo decoloran enseguida, y por más que lo sujetemos con alambre y varillas de hierro, cada pocos años toca renovarla por completo. 

Me acordaba, mientras desenrollábamos el cañizo y lo asentábamos al bordillo del gallipuente, de cuando ayudé a mi padre a levantar esa parte de la valla. Entonces los niños no eran de cristal y nada impedía que bajaran piedras del sembrado de arriba, que aún ahora, cada vez que lo aran, saca unos piedrolos a la superficie que a veces subo a recoger para marcar el círculo de los alcorques; ni tampoco amasar cemento, llenar una gaveta y llevarla, apoyada en las haldas, hasta el sitio donde mi padre iba colocando las piedras encima del cemento, de manera que no tocasen las unas con las otras ni tampoco con los tableros del encofrado. La paleta tintineaba en la mañana soleada como un pajarillo más.

Éramos niños pero plantábamos árboles que veríamos crecidos y ayudábamos a levantar las cercas en la medida de nuestras fuerzas, y no nos pasaba nada. Hoy apenas podía con el rollo de cañizo y se me cansaba la mano de darle vueltas al alambre con los alicates. La valla luce otra vez como recién estrenada, no salen ramas al camino ni quedan agujeros por los que chafardear. Está como quedó hace medio siglo, cuando la terminamos por primera vez.

11.3.24

Herradura

Cuaderno de invierno, 82


El primer apero fue una hoz, lo que aquí llamamos corbella, para despejar aquel herbazal de juncos y carrizos, y a esa tarea nos afanábamos con entusiasmo de colonos, llevados por la ilusión de una tierra que domesticar, que hacer vivible y cultivable. Tardarían mucho tiempo en llegar las desbrozadoras a motor, entonces el único referente era el de las cosechas, agachar el lomo bajo el sol e ir aclarando el terreno. En cierta ocasión vino un listo que dijo que aquello se pegaba fuego y ya estaba, y él mismo quiso demostrarlo quemando unos matojos. Pronto las llamas prendieron en la yesca y hubo que meterse en la acequia y echar cubos de agua para que el fuego no se extendiera.
Junto a la corbella, fue necesario comprar un azadón y un rastrillo, y ese fue todo el armamento con que nos enfrentamos a un abandono de décadas, todos los fines de semana y todas las tardes de las vacaciones, desmontando los cuellos de la acequia hasta el nivel del cauce para allanarlos y ensancharlos, aunque pronto añadieron al arsenal una pala y una paleta de albañil porque había que canalizar la acequia. Con la pala vino el cemento, y aprendí entonces palabras como mechinal y estampidor, que pronunciaba con mucha corrección un vecino que era delineante. La faena entonces consistía en encofrar con gatos de hierro que sujetaban los tableros. Ese sí que era un improbus labor: había que rebajar el lecho de la acequia y sacar el tarquín a paladas antes de echar el suelo, amasado en un pequeño cráter de arena y cemento en el que se echaba el agua justa para que no se desbordase… Pero también fue menester un carretillo para transportar todos los cantos rodados lo bastante grandes como para armar las paredes de la canalización.

Al cavar los márgenes de la acequia, antes de que una pala excavadora trazara la entrada y ensanchase las terrazas, solíamos encontrar objetos que llevaban siglos durmiendo en su correspondiente estrato geológico, sobre todo fragmentos de cerámica y ladrillos antiguos, pero también tornos de tajaderos y arquetas que ocultaba la maleza. Un día apareció una herradura vieja, deforme y oxidada, que alguien dijo que era de mula y mi padre guardó y algún tiempo después, cuando ya se pudo construir un cobertizo para guardar los aperos, colgó en un clavo que había en la puerta. Ahí sigue.

10.3.24

Ajo

Cuaderno de invierno, 81


Entre los primeros recuerdos que tengo de Valdeavellano está el olor de los ajos en la mañana fría, en un huerto donde ya estaban algo crecidos. Sería en febrero, o principios de marzo, como ahora, pero las hojas ya se habían abierto y empezaban a curvarse. Recuerdo la conversación de los mayores, cómo el apoderado hablaba con entusiasmo de las posibilidades de estas tierras, que entonces no eran más que un barranco con hierbas hasta el pecho, al que generaciones de sufridos masoveros habían sacado franjas estrechas y alargadas de tierra de labor, lo que entre ellos llamaban «los cuellos». En el Archivo Provincial se conserva un documento de compraventa de 1639 por una pieza de tierra de la «partida de Sisa», pero hay otro documento de 1693 que habla de la «partida de Losgüellos (sic)», y otro, más explícito, de 1701, para la «venta de un huerto y arbolado en la partida de los Cuellos, huerta de Teruel». Fueran la misma o partidas diferentes, lo que tengo claro es que, en la época en que mis padres la compraron, esta tierra figuraba en el catastro como parte de «Los Cuellos de la Sisa». En aquella conversación de sábado, un amigo de mi padre, pintor aficionado, ocurrente y guasón, llamaba al hortelano que nos guiaba «el ruiseñor de los cuellos», porque tenía la costumbre de silbar una jota cada vez que cogía la azada para escardar los ajos.
Los puse tarde para lo que aquí es costumbre, y sembré algunos dientes pequeños del año pasado que ya empezaban a nacerse, y otros luxuriosos que compré en los grandes almacenes, con denominación de origen, gordos, lustrosos, envueltos como si fueran un perfume caro. Ya nos podíamos haber imaginado que los primeros que pitean y están tiesos y con buen color son los ajos de casa, mientras que a los otros, quizá por los potingues que les echan para que estén tan gordos, les está costando salir. A su lado, en el pedazo donde los habíamos plantado, han salido unas cuantas matas de ajetes que vamos arrancando para comerlos en tortilla. No sé qué prefiero, si su gusto exquisito o el aroma del ajo y de la tierra cuando los arranco, y que tan lejos me lleva en la memoria. Yo escuchaba muy atento al hortelano. Podía imaginar su vida, pero no que medio siglo después esos ajos me harían tan dichoso.

9.3.24

Aguacero

Cuaderno de invierno, 80


Toda la noche ha estado lloviendo, con fuertes ráfagas de viento que azotaban las ventanas y hacían resonar los hierros de los barandales. Casi podíamos ver cómo se vencían las copas de los cipreses con su fragor de escobas gigantescas. Cuando se calmaba la tempestad, quedaba un suave rumor de lluvia sobre el tejado y las losas del patio. En esos andantinos conciliábamos el sueño. La lluvia intensa nos mantiene en vela. Cualquiera que viva en el campo sabe que cuando el cielo se desventra lo más verosímil es que provoque alguna deshechura. La lluvia fina no solo es la más beneficiosa para la tierra sino también para el reposo de sus habitantes, porque no da tiempo a que se formen torrenteras o se tupan las acequias con palos y hierbas que arrastran las aguas desatadas, y desde luego no hay miedo a que rebosen las rejillas y se pueda inundar la casa.
A media noche se aplacó la gresca y todo fue un concierto moderado. Por la mañana, como el primer sol no iluminaba la pared oeste, hemos estirado el sueño, y al levantarnos hemos visto que los perros seguían en el invernadero tan tranquilos, ajenos a las urgencias fisiológicas, acunados por la lluvia mansa que seguía cayendo sin parar. Una gata blanca preñada cruzaba por delante del cristal y no se han dado ni cuenta. Pero lo más sorprendente ha sido levantar la vista y ver que los membrillos ya tienen hojas, que lo que ayer eran brotes diminutos que no desdibujaban el ramaje oscuro, hoy ya es un verdor más homogéneo, se han abierto los pimpollos y da la sensación de que es cuestión de horas que asomen las flores blancas. Junto a ellos, el albaricoque y el melocotonero ya están perlados de diminutos capullos de color de rosa, y da también la sensación de que la lluvia haya hecho crecer el musgo que recubre las ramas de las catalpas; al menos, con esta luz lluviosa, se ve que es mucho más intenso y llamativo. 

Es un error aquello de ver crecer la yerba como símbolo de lentitud. La yerba crece de golpe, sin que tú te enteres, mientras duermes arrullado por la lluvia, mientras la miras incluso, por más que no seas capaz de asimilar la fuerza con que se despliega. Nos avisaban de la última borrasca del invierno cuando en realidad era un chaparrón primaveral.

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