29.6.07

MATERIALES MODERNISTAS, 11


El domingo, pues, empezará la redacción de Una flor de hierro. Me tranquiliza el convencimiento de que, en las dos ocasiones anteriores, el día antes de empezar estaba en las mismas que ahora, y la cosa salió adelante. Otra cosa es el subtítulo, tan importante, que hasta ahora fue, en el periódico, Folletín romántico por entregas, y que ahora debería llamarse Folletín modernista por entregas, si no sonase tan mal. No. Seguirá siendo romántico porque en las tres novelas cierto tipo de romanticismo es el vínculo de unión. En principio lo pensé como una tetralogía, cada una con una estación del año, lo que quiere decir que al año que viene debería ser una novela otoñal, con este calor.
Lo único seguro es que este año va a ser primaveral y modernista, y todo, los personajes, los paisajes y las peripecias, ojalá el cuento entero, pueda ser, con toda la ironía que se quiera, calificado de primaveral y modernista. Me excita la idea de tratar con un material que a la mínima degenera en cursi. Sí quisiera ensayar un lenguaje modernista, pero ahí quizá cobre sentido lo que he ido pensando a través de los Materiales modernistas: quisiera que, estéticamente, fuera una síntesis de Sorolla y Zuloaga, una mezcla de Solana y Rusiñol.
Todo eso, además, para que lo lean los jubilados de mi barrio durante el mes de agosto, y lo entiendan todo y les haga cierta gracia. Ellos son mis jueces, mis lectores espirituales. Nadie me apeará de la idea de que si alguna vez escribo una pieza verdaderamente buena será porque ellos también la entienden y la saborean.
Pomona me guía. Será una novela llena de frutas y hortalizas. Pero será una Pomona en ciernes, una Pomona reventona. Las casas estarán llenas de flores, y cuando hable un personaje detrás de él habrá un búcaro azul. Hay algo de desmelenado, de desvergonzado en el cascabeleo modernista que me sigue cautivando. Otra cosa es cuando ese cascabeleo se ha constituido en un fin en sí mismo, y no como la parte musical de la decoración. Por ejemplo, hay un capítulo, todavía no sé cuál, en el que se celebra una velada wagneriana en la sede de la Liga Tradicionalista de Teruel, y tan solo, en principio, por escribir wagnerianamente ya tendría sentido. Otra cosa es que ese sea el único sentido, y entonces practicamos el umbralismo, no la novela. Por cierto, útil el libro sobre el wagnerianismo de Valle que escribió cuando aún le funcionaba el motor de la luz, tampoco hace tantos años.
En fin, wagas ideas. Antes tengo que escribir, mañana, aunque lo colgaré como aperitivo del folletín, un encargo de lo más estimulante: una melopea. (Oye, ¿y qué tal Melopea modernista?). En fin, termino esta dubitativa entrada preguntándome si Materiales modernistas no sería el título más cabal.
La imagen es la del ex−libris del marqués de Loscos, dibujo de Juan Carlos Navarro sobre mi propia firma.

26.6.07

SARAO

Continúan los festejos y la buena voluntad de los colegas. El próximo jueves, día 28, a las 8 de la tarde, nos juntaremos en la Librería Aviraneta (calle San Bernardo, junto al metro Quevedo) para charlar un poco de Fabricación Británica y, sobre todo, tomarnos unas copas en el bar de al lado. Será mi último día de vacaciones, porque el 29 dormitaré y el sábado 30, a las 8 de la mañana, empieza la redacción de Una flor de hierro, título provisional del folletín de este verano. Juan Carlos Navarro ya está sacando punta al lapicero y en breve tendrá lista la nueva cabecera del nuevo blog para el nuevo folletín. De hecho, no sé si aproveche la reunión de Aviraneta para sondear a los colegas sobre el nuevo título. No me acaba de gustar Una flor de hierro, pero los otros títulos provisionales sólo indican que debo esperar a que surja uno mejor. Entre los engendros que pasaron por mi mente, quizá los más extravagantes sean Ausencia de amor, El escándalo del picaporte o Primavera modernista. Con esta falta de inspiración, cualquiera sabe lo que saldrá el sábado de estos dedos que se ha de comer la tierra.
Pero la cosa, ahora, es celebrar aquí en Madrid FB, antes de que las corrientes subterráneas del olvido envíen algún ejemplar al último rincón de la gloria, la calle Carlos Arniches, donde el domingo vi con estupor y temblores en las rodillas una edición completa de Galdós en Aguilar y la Antología de poetas líricos castellanos de don Marcelino en edición cruelmente asequible.
A los que podáis ir os seguiré agradeciendo lo bien que os estáis portando conmigo, y a los que no también. No se puede hacer más por una novelilla recién parida, pero, claro, todo tiene sus pegas: ahora es ella la que debería defenderse sola, y sin excusas ni victimismos. En el último sarao, el de Teruel, la irrealidad de las circunstancias me llevó a una bochornosa pérdida de modestia de la que no me arrepiento: dije allí que FB era una novelucha, “pero una buena novelucha”. La gente sonreía.
Cuelgo también la
entrevista que sacó Diario de Teruel, y en la que dije unas cuantas tonterías que me enseñaron algo fundamental: cualquier cosa que digas podrá ser usada en tu contra. Afortunadamente, no ha sido así, y lo que a mí me parecen ahora patochadas de madrileño ha resultado ser una muestra de “orgullo y modestia a partes iguales”, en palabras de Antonio Losantos, a quien también incluyo en la tabula gratulatoria.




PAPELES PARA UNA IDEA, 1

Todas las bernardinas que respondan a este pomposo título serán también publicadas en el blog del Círculo Solana.

Los fundadores del Círculo Solana vuelven a pensar en el realismo, en un cierto tipo de realismo que no sólo no requiere adjetivos sino que requiere no tenerlos. La miopía retrospectiva de nuestros escritores les autoriza a jactarse de no ser realistas, aunque algunos lo son demagógicamente y también se jactan de ello. Siempre se burlan del realismo social y del realismo costumbrista y del realismo galdosiano y siempre añaden un adjetivo al realismo, como una banderilla más, ignorante y umbraliana, en una cuestión que no es de gusto sino de profesión. Galdós no es nuestro más grande novelista porque escribiera novela realista, sino porque técnicamente no tiene rival. La intuición que se necesita para describir el mundo y no aburrir, para gobernar ese carruaje con docenas de caballos cada uno de los cuales querría tirar por un camino distinto, esa intuición es una colosal muestra de oficio cuya técnica se puede aplicar a cualquier género, incluido el realista.
Pero el realismo de Galdós consiste en describir el mundo para que se sepa cómo es, y también para rescatarlo, para consagrarlo en palabras. Lo que intentó (y consiguió) Galdós con Madrid se ha intentado muy pocas veces después por la sencilla razón de que es muy difícil, y que sólo con una magistral combinación de todas las técnicas posibles se puede conseguir la gran obra de arte. Lo demás es un realismo parcial, mediatizado muchas veces por su modernidad.
Una parte de ese realismo es la capacidad para nombrar las cosas y darles vida, que es lo que aquí alabamos de Solana. La realidad es muy compleja y acometerla una empresa que requiere demasiada destreza, en tiempos de Solana y ahora. Nuestra literatura contemporánea no es muy capaz de separar por completo al escritor del narrador, ni de practicar esa lírica de inventario que practicaba Defoe hasta conmovernos con listas de objetos. Defoe no creaba metáforas, pero sabía describir las metáforas generadas por la realidad.
Nadie va buscando realismos ideológicos sino la capacidad de comprender la realidad como Antonio López comprendió al conejo desollado que pintó en un plato. Ese conejo es la realidad piadosa y la realidad carnívora, nuestra doble, contraria mirada sobre el mundo. Y esa piedad y esa crudeza, esa ternura y ese cinismo, es lo que hace que las descripciones de Solana trasciendan al ámbito de la gran literatura.
Como decía Gabriel Miró, aquí el único problema es el de quien no sabe hacerlo. Hablamos del realismo y hablamos de la literatura como forma de mirar, del verbo al servicio de la cosa. Realismo es todo aquello que ayuda a describir un mundo, real o imaginario, da lo mismo. El realismo juega con las estructuras de la realidad, con la forma natural de recordar o desear. La verbosidad y la egolatría son malas amigas de esta clase de literatura. Pero, bien administradas, pueden resultar útiles. Todo dependerá de la distancia exacta a la que se mantenga el autor, del punto desde el que el pintor contemple su obra.

23.6.07

MATERIALES MODERNISTAS, 10

Llevo unos días estudiándome el libro de Antonio Pérez y Jesús Martínez sobre el modernismo en la ciudad de Teruel. Más que leerlo, lo aspiro. Los datos de atrezzo son todos tan importantes que si los anoto corro el riesgo de copiar el libro entero, de modo que me limito a incorporarlos a la hormigonera que ya está dando vueltas en mi cabeza. A veces los datos son tan llamativos que no sólo se incorporan al papel pintado del gabinete sino incluso a la conversación importante. Así, por ejemplo, he descubierto un edificio que desapareció con la guerra, el Colegio de las Teresianas Franciscanas, que estaba en la plaza de San Juan, y que, según la minuciosa descripción de Antonio Pérez, ya apuntaba a la modernidad. Ya la proporción era más esbelta y la fachada se engallaba en su estrechez. Ya se jugaba con motivos tradicionales y las líneas no eran sólo una casualidad producto de las medidas. Las ventanas ya eran símbolos, los dinteles y las arquerías retomaban la memoria como elemento decorativo, y dibujaban las flores de alrededor.
Curiosamente, todo se debió a un obispo, un cura con sensibilidad, el prelado Juan Comes y Vidal, que a la altura de 1905 ya había sentado las bases del modernismo en la ciudad. Pero también se debió a un detalle cuya formulación tópica nos aparta de su sencillo significado. Antonio Pérez explica con claridad cómo hasta esas fechas la ciudad era un conjunto de pocos palacios de piedra y muchas casuchas de adobe, con las dos torres mudéjares presidiéndolo todo. La llegada de las familias creó una nueva clase media constructiva. Casi todos eran comerciantes que habían hecho dinero y se lo gastaban como ahora los contrabandistas de las Rías Baixas se construyen pazos calcados de los antiguos. Pero ellos, en vez de competir con los aristócratas y sus sillares, apostaron por un modo nuevo de arquitectura civil que en el fondo no era más de lo que había en las casuchas de adobe: ladrillos, yeso, madera y hierro, pero elevado a su máxima expresión floral.
De modo que los tenderos construían casas tan modernas como en Barcelona y los aristócratas financiaban iglesias y colegios que respondiesen al mismo canon de modernidad. Hay, sin embargo, fachadas modernistas en Teruel que no fueron vivienda de ricachones sino casuchas de barrio, y eso sólo significa que el arte nuevo no era una cuestión de dinero sino de gusto. Los ricos se ponían florones de yeso en la entrada, y algún que otro no tan rico trazaba líneas entre las ventanas y alicataba las fachadas con azulejos de colores.
En medio de semejante primavera, las casuchas seguían siendo casuchas. La huelga del carbón en Inglaterra vomitaba cada día cifras que daban miedo. En las grandes ciudades españolas las bombas caían como frutas tempranas, el orden público era un follón permanente y las algaradas eran tan frecuentes como las misas. Esa primavera modernista florecía en un campo de minas. Pero esas flores, andando el tiempo, servirían de sutura para el feudalismo provinciano. Ser marqués era difícil, pero ser moderno era posible.




20.6.07

BONDAD

Los niños son muy útiles. Cuando todo está perdido, cuando el descrédito de un ser humano es absoluto, siempre hay un niño al que socorrer, un cuerpo indefenso que exhibir. Cicerón cuenta que, en un juicio, cuando el acusado tenía las de perder, su mejor recurso era sacar a unos niños pequeños y decir que eran sus hijos, y que los iba a dejar abandonados. Era un arma retórica, como lo han sido para el ejército norteamericano esos niños abandonados en Irak, desnudos, moribundos, atados a un camastro, cubiertos de moscas. Primero fotografiaron las moscas con todo lujo de detalles, y después les compraron ropa y los lavaron y se volvieron a fotografiar con ellos y les dejaron sus cascos mortíferos para que jugasen a la guerra y olvidasen su pasado atroz, mientras un responsable del Departamento de Defensa miraba entusiasmado cómo subía el índice de popularidad del ejército norteamericano. Eso sí, los niños han sido enviados a otro orfanato de Bagdad, a la espera de que sea necesario volver a retratarlos.
El asunto me recuerda al del fotógrafo aquel que retrató a un niño desnutrido junto a un buitre que aguardaba con paciencia su agonía. La imagen era cruda, espantosa, inmoral, y la presión que cayó encima de su autor pudo influir, dicen, en su posterior suicidio. Esto que han hecho los soldados norteamericanos es tan inmoral o más, porque aquel fotógrafo pudo actuar movido por las ansias de gloria o por una profesionalidad hipertrofiada, pero estos soldados −sus jefes, supongo− sólo buscaban confundir, pasar por buenos, maquear los desmanes y las salvajadas que llevan cometiendo en Irak desde que a unos cuantos iluminados se les ocurrió invadirlo.
Ya sé que me pongo un poco meapilas, pero no hay bondad en un acto que sólo busca la rehabilitación moral de quien lo ejecuta, no la dignidad del que sufre la maldad. Por cada niño agónico y abandonado que fotografiaron los soldados, hay cientos que por su culpa se han quedado sin familia, sin país y sin futuro, y en muchos casos sin vida. Pero, como no están cubiertos de moscas, no les sirven para estremecernos.
Vivimos instalados en un fariseísmo repulsivo que institucionaliza la falta de escrúpulos como norma de conducta. La obligación de los soldados era devolver la vida a esas criaturas, pero no exhibirlos ni aprovecharse de ellos, ni mucho menos dejarlos después tirados. En un mundo en el que todos somos pasto de todos, debería ser un crimen de guerra lavarse la cara con las lágrimas de un inocente, diga lo que diga Cicerón.

13.6.07

LAGARTA

Angélica Morales publica un libro de relatos, Piel de lagarta, y con él un espectáculo de fábulas circenses. Nada hay más barroco que un circo, ninguna imagen real tan cerca de los sueños. El circo invita a eso tan sano de que todo, historias y personajes y técnicas y estilos, esté vestido con las lentejuelas de los trapecistas, que vuelan, por encima de nuestras cabezas, a la distancia exacta de la literatura. No llamamos barroco a algo por recargado (el estilo de Angélica Morales puede estar, todo lo más, tan recargado como el de El hombre perdido, de Ramón Gómez de la Serna, una maravilla), sino al rigor de no abandonar el territorio del distanciamiento teatral, circense, fabuloso.
Hay en Piel de lagarta un perfume de sátira clásica que deforma y aísla, que pinta con vivos brochazos, una modernidad que no cede un momento en su fenomenal impulso surrealista: es muy gratificante leer un relato como Ni gota y comprobar cómo se puede sostener por todo lo alto un difícil ritmo de imágenes descoyuntadas, de cabezas parlantes y zapatos desesperados, y envolver al lector en el sentido profundo de aquellos monigotes sin necesidad de darle explicaciones, tan solo con el arte de retratarlos.
La sátira, desde luego, es un género moral que se lleva estupendamente con el surrealismo; de hecho, los grandes satiristas (Petronio, Quevedo, Swift) son los verdaderos padres del surrealismo, y la escritora mantiene su estética sin asomo de decaimiento cuando ataca el purgatorio de los vicios, ese largo relato, Un viaje por tus zapatos, que absorbe el espíritu de todos los demás y al mismo tiempo los ilumina. Un personaje de inocencia kafkiana (un Kafka del revés, finalmente) viaja por un purgatorio de patios grises que es como un catálogo de fracasos, de pecados capitales contra la dignidad, la duda y la desidia, el sueño robado y el remordimiento. Dentro de aquel mundo, siniestro y desmadejado como el hotel de Barton Fink, encontramos un revelador par de zapatos: “Los pies son el vínculo que te une a la tierra (…) A los pies se baja todo lo que has despreciado en la vida. Los sueños se quedan en los pies”.
Es moral, también, su apoteosis de la “insolencia barroca”, el ramonismo amargo (a veces pelín explícito y sermoneante), sobre el tema del ponga un pobre a su mesa que inspira el relato Niño con mosca. La diferencia entre la sátira moral y el surrealismo puro es la que separa, a mi juicio, este cuento de Ni gota, una pieza de primera categoría, un buen primer capítulo de una espléndida novela. En ambos palos, el satírico y moral y el circense y afilado, Angélica Morales se maneja con idéntica destreza, desde el tipo de fábula que haría las delicias de Javier Tomeo (“Ayer encontré en una carta sellada los felpudos reales que pertenecían a mi linaje”), hasta ejercicios de locura que albergan, como un eco de los antepasados, la poesía de Mrs. Caldwell, quién lo diría de alguien que escribe un cuento tan poco equívoco como En memoria de King Kong.
Esa destreza llega también a la sólida construcción de los relatos, cada cual en su tamaño, desde el pequeño poema en prosa de El cielo de mi pensamiento, una de las mejores páginas de todo el libro, a esa media distancia de Ni gota y por supuesto al relato central. La autora es muy escrupulosa con la construcción y por eso dibuja elegantes finales, delicados encajes, a veces brutales, que rematan el poderoso fluir con un giro final que es, también, como esos remates barrocos que disparan los ojos hacia el cielo.
Piel de lagarta es uno de esos títulos afortunados que además sirven de huella, nunca mejor dicho, del estilo de su creadora. Llamo estilo a la voz inevitable, al ingenio en el sentido de que sea el lenguaje quien genere los hallazgos con su fluir irremansable. El título remite a la condición menuda, escurridiza, aparentemente frágil de un bicho que asusta y atrae al mismo tiempo. Esta condición ágil y punzante, cercana y viperina, es lo que hace que por todo el libro discurra siempre la misma inconfundible voz. A veces se mantiene deslumbrante con la piel estática de sus historias, el momento de absoluta detención fascinadora, antes de que la lagarta enganche las verdades con la lengua, como en fogonazos de magnesio, y se las coma. El libro entero es ese permanente mosaico de la piel, el arabesco que admite un solo trazo maestro, el rabo que vuelve a crecer en otra metáfora caleidoscópica, la lengua que se menea y que, mientras la miramos embobados, nos llena los ojos de veneno, para que nos vayamos enterando de que a estas lagartas no se las puede coger con la mano, ni acariciarles el lomo con el dedo.
Al poeta Ovidio le salían los versos sin querer (por cierto, magnífico pastiche troyano, envidia de Baricco, como si Ovidio hubiera podido leer a Poe), y lo mismo les ocurre a todos los que saben escribir como quien lava, naturalmente, con una brillantez que nace de la curiosa felicitas, la abundancia minuciosa, del control absoluto del ritmo narrativo y de esa cosa tan complicada que es colocar las palabras donde mejor luzcan y pronunciarlas como si llevasen juntas toda la vida. Es, como el estilo, algo nítido, evidente, llamativo: eso tan sencillo que, generalizando, podríamos llamar talento.

10.6.07

MATERIALES MODERNISTAS, 9

La Cuesta de Moyano abre sus casetas a las nueve de la mañana. En realidad sólo abren a esa hora el gran Alfonso Riudavets y un cardo de señora que tiene su caseta un poco más arriba. En la caseta de Riudavets hay un grupo de gente que espera fumando pitillos a que abra, igual que antes se juntaban los reventas a las siete de la mañana junto a la taquilla de Las Ventas. Esperan a que Riudavets vaya dejando rimeros de libracos en el tenderete de afuera, y se arremolinan todos como moscas en torno a los ejemplares que haya podido el librero comprar durante la semana: son delicatessen recién traídas, novedades de hace un siglo, antiguallas recién desenterradas.
Riudavets es peligroso. Hoy he visto más azul su guardapolvo, un azul mahón más nuevo, como si con la nueva pavimentación de la cuesta don Alfonso se hubiese decidido a cambiar el célebre guardapolvo azul descolorido, que era como un gris payne al que le hubiera dado el sol durante todas las mañanas de una vida. Antes de que me diese cuenta ya había picado, y sin que él dijera más palabras que “déjenme trabajar, por favor”, cuando intentaba abrirse paso en el tumulto de bibliófilos, o comentara con los asiduos el extraño minuto futbolístico que se vivió anoche. Riudavets comenta la jugada y en seguida, con ese espíritu de librero viejo, pregunta qué tal le ha ido al Rayo Vallecano. Desde luego no intenta venderte nada, pero de pronto mis manos ya han apartado unos cuantos libros y pago antes de que me suba la bilirrubina. Riudavets me da una bolsa de El Corte Inglés usada, llena de ácaros librescos, cadáveres de insectos que murieron hartos de literatura. Pero yo ya sé cuándo hay que poner un libro viejo en cuarentena; nada más tocarlo me sube un picor por las venas del antebrazo que no falla. En Riudavets los libros no pican, es como si los bichos se limitasen a leer.
Total: una preciosa edición en dos volúmenes de La locura del erudito, de José Mas, uno de los novelistas populares que circulaban en época de Monguió, y, junto a López de Haro, quizá dos de los mejores representantes de la novela sicalíptica. La novela está dedicada por el propio autor a José Yagües, “con verdadero afecto”. Pero también estaba, y también en dos volúmenes, El triunfo de la muerte, de D’Annunzio, ¡en una edición barcelonesa de 1910! Y también El abuelo del rey, de mi querido Gabriel Miró, en edición de Biblioteca Nueva, también de principios de siglo.
Me he largado de allí con mi botín de ácaros dormidos porque me también estaba La orgía de José Mas y para mí ya era demasiada promiscuidad. Unas casetas más arriba, el cardo borriquero que atiende la única otra caseta que había medio abierta me dice que no sobe sus libros (estaba mirando el precio de uno) y que no ha terminado de abrir y que me largue, o es que no tengo otra cosa que hacer más que ir a joder allí.
De vuelta, consigo no detenerme otra vez en la caseta de Riudavets, pero más abajo paro en la de Méndez. Allí un par de breviarios de arte me sirven de forraje para la bisutería estética que necesito, esos nombres de artistas italianos antiguos que quedan tan bien en boca de un marqués. Salgo al centro de la cuesta, pero antes de bajar hacia los jardines del Ministerio de Agricultura me doy la vuelta. Lo que me temía. Desde la Cuesta de Moyano no se ve la estatua de Baroja. La tapa un árbol. Debes llegar al final de las casetas para verla. No debe de haber muchos casos de personalidad célebre que preside un paseo escondido detrás de un seto.

8.6.07

TONGADA

Ya he comentado alguna vez los divorcios y las reconciliaciones que de vez en cuando sufren las bernardinas que cuelgo en este blog y las que salen publicadas en el periódico. Ahora llevo casi un mes sin colgar las del Diario, me parecen de mala calidad, pero casi todas eran lo que pudiéramos llamar un deber ciudadano. Una para antes de las elecciones, otra para después y luego, sin suelo bajo los pies cuando la ETA volvió a infectarlo todo con el infalible prestigio de la muerte, lo del himno, como si nada hubiera pasado. Lo único que me consuela es que mis bernardinas son, en el más amplio y multidimensional sentido de la palabra, puramente gratuitas. Pero las tres juntas, y en orden inverso a su aparición, casi hasta me hacen gracia.



Poesía (7 de junio)

Sólo hace tres días, y parece ya tan lejano, desde que salió la especie de que había que ponerle letra al himno nacional. Se conoce que a las autoridades les gustaría que los futbolistas la cantasen como Gennaro Gattusso canta el Fratelli d’Italia, sujetándose el pecho y pegando unos berridos que se escuchan desde fuera del estadio. La música suena, incluso con su voz, optimista y partisana, como si sólo hablase de las flores y de las muchachas. Luego lees la letra, siam pronti alla morte, l'Italia chiamò, y ves que de serenatas nada. La salva el pegadizo romanticismo de su música, el aire de pueblo en fiestas patronales, pero la letra habla de lo mismo que casi todos los demás, de la guerra, de dar la sangre con pleitesía y de odiar al enemigo hasta la muerte.
Muchos himnos nacionales están transidos de siglo XIX, de sables y bigotazos, incluidos algunos de raigambre popular. Las excepciones son, como siempre, las de aquellos himnos que se han impuesto al oficial sin más fuerza que la de su acogida. Es lo que le pasó a la Marcha Granadera cuando el general Prim quiso quitarla pero la gente la seguía silbando; o lo que, en el divertido poemario de los himnos autonómicos, sucedió en Canarias con un pasodoble, o en Asturias con una canción de taberna de insuperable simplicidad, perfecta para que la memoricen los deportistas. Algunos, más originales, empiezan con una pregunta, como el gallego, pero enseguida se abandonan al victimismo. Los de Euskadi y Cataluña son ejemplos de cómo ni los más grandes poetas han podido con las elegías belicosas, el Eusko gudariak y Els Segadors, aunque sea raro que un pueblo poco violento como el catalán se emocione aún con las corbellas.
Los himnos de las otras comunidades son bastante flojos, con mucho subsecretario de turismo metiendo mano en el poema. El que García Calvo compuso para Madrid tenía mucha gracia pero Gallardón se dio cuenta y lo prohibió. El de Aragón es un rollazo, sólo habla del cierzo y lo repite todo, es como si el poeta tuviera las manos llenas de pegamento, y encuentras cosas como el inmarchitable olivo de la paz, que es como aquello de “paloma de la paz, vuela sin cortapisas”. Una pasada.
Yo no es por nada, pero la letra de un himno nacional es el más antiguo y el más difícil de los géneros poéticos: hondo y pegadizo, emocionante y genuino, fácil y canturreable, festivo y popular. Una cosa como el pasodoble Suspiros de España, vaya. De momento, ningún poeta oficial ha levantado la mano. Ninguno se atreve.


Desmoralización (31 de mayo)

Los votantes de izquierda de Valencia y de Madrid están desmoralizados. Ojalá. Ojalá se replanteen los momentos para estar moralizados. La democracia es un sistema clientelista que se rige por estudios de mercado, no por criterios morales. A los votantes se los gana con ofertas de verano, no con exhibiciones de honradez intelectual. En Valencia hubo barrios cuyos vecinos se manifestaron por la calle porque las escuelas están en barracones. En Madrid los hubo donde armaron broncas por el asunto aquel de los parquímetros. Bueno, pues ambos barrios votaron al PP. Así que no me extraña que Carlos Fabra dijera que el pueblo ya lo ha juzgado, que le quiten la denuncia. Es posible que al político no le parezca bien que haya barracones (es posible), pero su director de marketin le dice que aquí lo importante es Bernie Eccleston, no los barracones, y no se lo dice por falta de conciencia sino con números, con pruebas científicas.
Pero esto ha sido siempre así. ¿Qué es antes, la guerra o la revolución? La derecha siempre ha tenido claro el orden de prioridades. La izquierda, nunca. Ayer mismo, aún cansados de cifras, sale la ministra Salgado a darnos la charla moral porque seguimos fumando y porque algunas autonomías incumplen la ley. Para los votantes de esas autonomías el asunto no es una cuestión moral. Estar unidos en política implica practicar una indulgencia infinita, y en eso la derecha es un modelo de perdón. Implica transigir con los agresivos métodos de sus ejecutivos, que no se cortan en aprovechar las enseñanzas de Goebbels o del rey Salomón si al final del ejercicio el balance es positivo.
En la izquierda somos unos beatos existencialistas. Estoy seguro de que los 90.000 votos en blanco que hubo en Barcelona eran de izquierda. La izquierda, impía, poco cristiana, no se perdona nada, ni los lapsus. No perdona postular como alcalde a un banquero, ni perdona haber consentido que dos ratas parlamentarias (Tamayo y Sáez) se le colasen en la lista, ni perdona el exceso de glamour, ni el populismo barato, ni la rigidez militar de las federaciones. Tengo amigos más rojos aún que yo que cuando les digo que voy a votar menean la cabeza como si con eso hubiera terminado de decepcionarlos.
Y esa soberbia moral, esa integridad intelectual, que es lo que, por cierto, más fastidia a la derecha, es también lo que, paradójicamente, más le favorece. Son católicos, no puritanos. Tienen la fe firme, pero la manga ancha. La moral la guardan para después de la guerra.


Municipio (24 de mayo)

Imaginemos que el Partido Popular firma tal día como mañana, delante de un notario, que aumentará el porcentaje de vivienda protegida, y que al mismo tiempo invertirá en el engrandecimiento del patrimonio arquitectónico. Supongamos que se compromete por escrito a eliminar el ruido y a perseverar en una observancia implacable contra los sujetos inciviles. O bien que, con el Evangelio en la mano, decide que todos los hombres somos iguales y que debemos garantizar una educación de alta calidad, sin exclusiones ni privilegios. Pongámonos en el supuesto de que un letrado certifica su voluntad de respetar el paisaje y meter mano a los especuladores. Exageremos con la idea de que el nuevo consistorio, de salir, se compromete a no construir ninguna plaza de catálogo con aspecto de mausoleo, y a tasar la naturaleza de los materiales: sólo arcilla, cerámica y piedra rodena. Fantaseemos, en fin, y por hablar de algo rigurosamente municipal, con la idea de que el PP decide dejar en paz el Polideportivo San Fernando.
Aunque todo eso fuese cierto, aunque viese con mis ojos la firma del notario y la factura, no podría votar al PP. Soy de la media España que no puede ver a la otra media, según dijo Aznar, y me tendría que conformar para que nadie pensase que yo, con un jodido papelito en el que no escribo ni mi nombre, estoy suscribiendo todas las burradas que salen por esa boca cada vez que se acerca a una comarca vitivinícola. Y menos mal que fue a Calatayud. Si se llega a pasar por Cariñena, nos anuncia la fin del mundo.
Da la sensación de que hemos llegado a un final de trayecto. Durante años creímos que la democracia sería real cuando todos pudiésemos castigar a todos con nuestro voto. Yo mismo no soy menos cautivo de la izquierda que lo es de la derecha una monjita de la caridad cuando su moral la obliga a votar a Carlos Fabra. Hay catedráticos de economía que votan a Martínez Pujalte, y ciudadanos de izquierda que votan a Carmen Calvo y su mafioso canon digital. Se acabaron los matices. Hay jueces que votan a Esperanza Aguirre cuando dice sin rodeos que si ella gana se saltará las leyes de educación a la torera, y artistas libertarios que se tapan la nariz para votar a Miguel Sebastián.
El PP está tan convencido de que ya da igual lo que proponga o lo que demuestre, que sus mensajes faltan el respeto a sus propios votantes, y les obligan a transigir con todo tipo de chorradas y artimañas inmorales en cualquier religión decente. Así me obligan a votar a sus contrarios, no a pedir cuentas a mis afines. Ellos sabrán por qué.


P.S.: De hecho, lo sabían.

3.6.07

MATERIALES MODERNISTAS, 8

Las nuevas tecnologías coartan la creatividad. No tengo excusa para no zamparme todos los números de El Mercantil de Teruel correspondientes a 1912, año de autos. Empecé situando el folletín en 1906 porque fue un año muy caliente, pero luego lo trasladé a 1908 porque fue cuando regresó Monguió a Teruel, y más tarde a 1912 porque es entonces cuando se levanta la Iglesia del Salvador en Villaspesa, pero sobre todo el primer año, después de 1906, del que la hemeroteca digital guarda una colección completa de periódicos. También 1912 es el año en que florecen en Teruel más casas modernistas, en la estela de la que en 1910 supuso su, quizá, gran obra civil, la casa de Ferrán (quien, por cierto, andaba a la greña con la redacción de El Mercantil). Es decir, que prefiero coger a Monguió cuando ya ha triunfado en su regreso a Teruel. Es entonces, en medio del triunfo, con encargos de los burgueses más pimpantes de la ciudad, cuando llega Roser, mi heroína.
El nombre de Roser reúne las tres características que buscaba: es catalán, no empieza por a y es nombre de flor. Es terrible pasarse un libro entero escribiendo para Ana. Roser, que se pronuncia, más o menos, russé, suena catalán aunque lo pronuncies en castellano. Las dos erres obligan a pronunciar una s más vibrante y es casi obligado pronunciar la o y la e como se pronuncian las anchas vocales catalanas. Y no sólo es nombre de flor sino de flores, de plantas. El rosal genera flores, las rosas se marchitan y se mueren. Las espinas no están en la rosa sino en el rosal, y también los capullos. Decidido.
El periódico El Mercantil trae algunas secciones fijas: el horario de misas, los anuncios de comercios de la capital, el número de reses que han llevado los tablajeros al matadero, un comentario sobre la cuestión de Melilla, algunos artículos verdaderamente crípticos en los que se habla de un asunto sin mencionarlo, como si fuera un artículo escrito en voz baja; además de un cuento pésimo cada día, de una melosidad muy poco sicalíptica, algún artículo de curiosidades y notas parisinas, programas de actos del Círculo Tradicionalista de Teruel, lleno de jaimistas aficionados a la ópera, o elogiosos e inacabables comentarios a la decisión del Pío X de que en Semana Santa sólo se cantase gregoriano, un asunto que da pie al autor a resumir en dos columnas la historia de la música occidental.
A los seis o siete números ya sabes unas cuantas cosas: quién manda en la ciudad, quién tiene el dinero en la ciudad, quién es tan célebre como para que salga en el periódico que ya se le está pasando el catarro, o para que se celebre con una esquela que ocupa toda la primera página el decimo tercer aniversario de don José Torán (su viuda fue la que sufragó la iglesia del Salvador). Los delitos más comunes en los pueblos son por robar la madera o por amenazar a alguien con un cuchillo, y todos los días, cuando llega la primavera, se repasa la situación en las minas inglesas de carbón, una huelga monstruosa que está diezmando las fuerzas de los trabajadores.
En fin, que se llamará Roser, y leerá el periódico.

2.6.07

MAYO, MIÉRCOLES, RETIRO

Ya sé dónde está Pío Baroja. El otro día subí por la calle Doctor Velasco y no me di cuenta de que presidía la Cuesta de Moyano, como luego me indicó Conde−duque. El cambio de unos pocos metros no está ni bien ni mal, pero no deja de tener su cosa. Antes, en el Retiro, Baroja estaba no sólo en muchas de las páginas de sus novelas, sino en su devoción por el mes de noviembre, en aquellos escenarios en los que su imaginación coincidía con decorados reales.
Ponerlo en la Cuesta de Moyano significa no dejarlo lejos del Retiro pero celebrar al Baroja libresco, acaso el que paseaba por las orillas del Sena buscando estampas de veleros, pero sobre todo el Baroja de los papeles abandonados. Es decir, el Baroja de la curiosidad, el de la melancolía de lo no vivido. El Baroja del Retiro es también el de las quermeses juveniles, vividas en sus carnes, pero el Baroja de la Cuesta de Moyano es un viejo escritor con abrigo, el abuelo que pasea por su invierno, que en el caso que nos ocupa estuvo plagado de desengaños.
De modo que habría que dejar esa estatua en Moyano y colocar en el Retiro alguna de sus personajes, a poder ser Aviraneta, aunque ya sé que sería más propio el joven Carlos Hermida, el héroe de Las Noches del Buen Retiro, pero yo me sentiría más a gusto si el monumento se lo ponen a Aviraneta, al héroe y, sobre todo, a la librería. Y si, además, lo pusiesen este verano, a mí me serviría para recordar la tarde del miércoles pasado, una de las mejores tardes de miércoles de toda mi vida.
Ya ironizaba yo el otro día con lo de firmar libros en la Feria, los parientes perdidos y así, pero no contaba con algo con lo que en una ciudad como Madrid no se suele contar: la gente, esas reuniones festivas que sólo consisten en hacer a alguien feliz. Durante dos horas pasan delante de ti tus representantes en la tierra, mucha más gente de la que uno jamás había creído merecer. Son una forma más del rito del afecto que se suele reservar para las bodas y los cumpleaños, pero esto es mucho más delicado. Aquí no hay otro parentesco que el aprecio, no hay riesgo de desaire, todo es voluntad. A los cinco minutos de sentarte a firmar te das cuenta de que no has ido allí a vender libros sino a contar amigos. Si empalmasen todas las dedicatorias que escribí tendría ya unos cuantos capítulos del próximo folletín. Me salían largas porque me parecían poco, porque seguía intentando ser más preciso en mi agradecimiento, más elocuente con mi afecto. Una dedicatoria es una buena prueba de los límites del talento, como una partida rápida de ajedrez en la que cada movimiento sabe a poco.
Sí, sí, es muy romántico esto de la insuficiencia de las palabras, pero ganas me dan de detallar los motivos de cada uno de los libros que firmé para hacerme feliz por sí solo. Además, prefiero haber enumerado esos detalles en cada uno de los ellos, y confío en haber sido transparente. Juntos compondrían un relato escrito con temblores de la mano que diría más de mí mismo que todas las noveluchas que pueda escribir jamás. Pero este relato despedazado sólo servirá de auténtico agradecimiento si se queda cada uno con su libro, si permanece secreto.
Al salir del Retiro, entrada ya la noche, rumbo a la estación de Atocha, volvimos a pasar junto a Baroja. A mí esta insólita demostración de aprecio no me ha pillado ni tan intrépido como Carlitos Hermida ni tan desengañado como la estatua. A mí esto me ha pillado cuando había ya perdido la costumbre de pasear por el Jardín Botánico, cuando ya solo regaba los geranios de mi balcón.
Tan sólo faltó Güino, que me mira sorprendido.
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