14.1.13

Oliver Twist


Dickens terminó Oliver Twist con 25 años. Era, después de Pickwick, su segunda novela larga, su confirmación como escritor. No deja de ser admirable que después de encontrarse con una gran novela, Pickwick, sin casi pretenderlo, diese inmediatamente después, y a una edad tan temprana, semejante lección de oficio. El modelo narrativo de Pickwick no era Pickwick sino Fielding, pero el modelo de Oliver Twist ya es Oliver Twist. Dickens ya había perfeccionado el molde, y aunque le queden, en la concepción del relato y en el diseño de los personajes, cosas de la época de Goldsmith, sobre todo ese aire volteriano de los personajes que escapan del mal casi como consecuencia lógica de su optimismo, o supiese sacar de la novela gótica lo que le convenía para su propósito realista, el caso es que una novela por entregas, desde entonces y hasta ahora, se sigue escribiendo así.

               Para empezar, cada capítulo (en torno a unas 1500 palabras), no incluye más que un tramo narrativo, es decir, una frase del argumento. La información necesaria para proseguir la lectura se reduce a un hecho, a una breve conversación, a un episodio concreto. Dickens pinta: comienza describiendo, enhebra un diálogo y, cuando, por así decirlo, el diálogo ya está maduro, cuando cae la información por su propio peso, incluye el hecho resumible, el tramo de argumento, con sus correspondientes sorpresas y expectativas. Un ejemplo sencillo de cómo funciona es el encuentro de Nancy, la esclava del malvado Sikes, y Rose, el ángel ex machina que terminaba apareciendo en la novela de Goldsmith. Nancy tiene que dar un solo dato, que el siniestro Monks es hermano de Oliver Twist, y para ello despliega un diálogo lacrimógeno donde brillan la dignidad de Nancy y un lenguaje de salón, o como mínimo de vicaría, impropio de quien no recibió jamás ninguna educación y vive amarrada a un sujeto malencarado que tiene una lengua como una dalla.
               Algo parecido sucede, poco después, con la reaparición del generoso Brownlow, o en aquellas escenas en las que discuten o flirtean el celador Bumble y su esquinada esposa (que tiempo después, en versión amable, se convertirán en el matrimonio Micawber). El modelo se repite con más frecuencia en la segunda parte, después de que Oliver quede tendido en una zanja, con un brazo herido, famélico y exhausto. En ese momento se produce una fractura argumental que creo que es el único reproche (ya ves) que se le puede hacer a la construcción de la trama. A partir de entonces suceden dos cosas: que aparecen los personajes buenos y que el argumento parece escrito al revés, desde el final. Todo, desde ese momento, colabora en la resolución de la novela. Se acumulan los elementos folletinescos (el hermano oculto, el anillo sumergido, las últimas voluntades, la verdadera familia, la herencia recuperada, etc.), pero el extraordinario impulso de la primera mitad, esa imborrable descripción de los bajos fondos londinenses, y, particularmente, el personaje de Nancy, creo que se hacen a un lado en favor de una colección de tópicos de novela bizantina -que son los que alimentaron la ficción durante veinte siglos-, hasta que vuelvan a brillar en el impresionante final, desde la entrevista de Nancy con Brownlow y Rose, espiada por ese pre-Huriah Heep que es Noah Claypole, pasando por su asesinato y por el grandioso auto de fe que culmina con el ahorcamiento involuntario de Bill Sikes.
               Pero esa primera parte, quizá precisamente porque no hay que resolver nada, es una maravilla. Los capítulos se sostienen solos. La narración vuela en diálogos interesantes, en tipos curiosos, en descripciones impresionantes. Es como si, para empezar, Dickens se ocupara de pintar un fondo negro sobre el que resalten las figuras azul celeste que harán acto de presencia a partir de la escena del anciano bueno, Brownlow, en la tienda de libros. Digamos que, si la novela hubiese terminado en esa zanja, con la muerte de Oliver, y la posterior trama folletinesca se hubiese adelgazado de lagrimones y hubiera sido realimentada con más bajos fondos en aras del espléndido final, también la recordaríamos como una obra maestra, la vincularíamos con Dostoievski, encontraríamos sin dudas el modelo del primer Baroja, pero faltaría el creador de lágrimas, el Dickens melodramático, el que sabe tocar el violín con la pluma y ablandar la voluntad del lector. En la segunda parte (final aparte) disfruto de la nitidez constructiva; en la primera, de la novela. Y, puestos a fantasear, me imagino a Galdós pensando algo parecido, incluso creyendo que tanto el personaje de Rose Maylie como el de Nancy daban para mucho más, hasta para una novela como Fortunata y Jacinta, ya puestos.
               Es lo bueno que tiene Oliver Twist, que debajo de los tópicos folletinescos abundan los personajes potentes y los tipos característicos, los capítulos que se sostienen solos y las escenas bien narradas. Dickens decora el ambiente con personajes que ya nacen con su propio molde, todos con una etiqueta que los identifica: la porroquia del celador Bumble, el viscoso querido del judío Fagin, el me como la cabeza del anciano Grimwig, el que habla por la nariz, el que da lecciones de jerga, etc., etc. Pero Dickens se cuida bien de no etiquetar a los personajes grandes, amén del propio Oliver: Nancy, sobre todo, pero también ese Sikes que parece el Bizco de Baroja, e incluso, insisto, la joven Rose, cuya historia de amor queda un poco sin contar (y que volvió a retomar en David Copperfield) hasta que se zurce con una poco convincente aparición final del soso Harry. Habrá luego muchas Nancies en Dickens, y muchas Roses, pero aquí ya están delineadas todas las que vendrían después.
               Dickens es un autor de ambientes y personajes. Las tramas, la carpintería, todavía requieren en Oliver Twist de largas explicaciones que aten los cabos (un procedimiento discutible que sin embargo será el fundamento de cualquier novela negra), pero lo importante, para mí, no es eso, sino su otro extremo, el arte cervantino de lanzar cabos para recogerlos cuando sea menester reanimar la narración, por ejemplo después de alguna de las largas conversaciones sin más propósito que el del juego verbal. En cierta ocasión (creo que fue a propósito de Nuestro amigo común), pregunté a un amigo londinense si esas largas escenas de parloteo, muchas más en aquella novela que en Oliver Twist, tenían como fundamento la mímesis, la ambientación verosímil, o el simple relleno entretenido que requiere un folletín en sus épocas valle, por así decirlo. Me dijo que no, que eran un fin en sí mismo, el placer shakespeariano del juego verbal, y que eso a los ingleses les divierte mucho. A mí no me divierte tanto, por ejemplo, el final dickensiano de Una comedia ligera; al margen de admirarlo en lo que supone de alarde lingüístico, con aquellos hampones chamullando germanías, no me parece que tenga esa gracia sostenida que forma parte, por lo visto, del genuino humor inglés[1].
               Dentro de unos días tendremos que comentar esta novela en clase. Lo primero que voy a preguntar, antes de proceder a la autopsia, es de qué dos personajes no principales les ha quedado mejor recuerdo. Yo, cuando acabé su lectura, no tenía muchas dudas. Uno es el pequeño Dick, la noticia de cuya muerte, aun a pesar de ya sabida, me dolió tanto como a Oliver Twist. Hay veces en que el meloso Dickens nos empalaga un poco (la historia de Harry), pero hay otras, como en el caso de Dick, en que comprendemos la profunda emoción que debía embargar a los lectores de entonces, y a los oyentes, que de todo hubo y para todos había. Dick es el más acabado ejemplo de indefensión y de pureza que hay en la novela. La verdad es Dick, lo que Dickens quería denunciar es ese muchacho que sabe que va a morir y desea suerte al que quizá viva, y al que sacan del hospicio y llevan a Londres a que se muera en cualquier sitio solo para que no le tengan que pagar el entierro. Me llega al alma ese chiquillo, mucho más que los litros de lágrimas que derrama Oliver. No soy capaz de torcer la sonrisa y juzgarlo como un truco melodramático. Me lo creo, sentio et excrucior, qué le vamos a hacer.
               Y el otro personaje es el perro. Es, como Dick, uno de esos personajes hilván, pespunte apenas, que, según el modelo de Andresillo, aparecen en contadas ocasiones, pero su figura es recordada y saludada con alegría cuando asoma. El perro de Sikes es así. Aguanta las palizas gratuitas de su amo, pero se aleja de él cuando sabe que lo va a matar, y finalmente vuelve, cuando su despiadado amo cuelga de una soga: “Saltó a los hombros del muerto. No acertó y cayó hacia el foso dando una vuelta completa en su caída, y, golpeándose la cabeza contra una piedra, se despachurró los sesos". Es decir, su comportamiento y su destino van paralelos a los de la propia Nancy. Ella también vive amarrada a quien la maltrata, y también trata de huir, y también vuelve por su pie y muere, con la cabeza destrozada, tratando de agarrarse a Sikes. Es difícil comparar a un ser humano con un perro y derramar la inmensa piedad hacia los dos que derrama Dickens. Las tramas son intercambiables, cortapegables, entonces y ahora, pero los detalles son los que dan la medida del talento.




[1] Sólo así se entiende, dicho sea de paso, que los ingleses llamasen a Mourinho number one, que no es, como pensamos, una declaración de admiración sino un giro barriobajero que equivale a algo así como el menda, es decir, una forma de reírse de su egoísmo vulgar. Lo digo porque en Oliver Twist los chulánganos maleducados también se llaman a sí mismos number one

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