30.5.17

Teatro dominical


Entre las muchas obras perdurables que se publicaron a principios de los 90, yo tenía la pieza teatral Restauración en un lugar privilegiado. Lo que me gustó entonces fue su condición de teatro de atrezzo, de ropas equivocadas y barbas postizas, y sobre todo su delicioso lenguaje poético. Entre los personajes queda Mallenca en la memoria, la mujer de rompe y rasga, con un cinismo a lo Maruja Torres entreverado con exageraciones líricas. Incluso lo utilicé durante algún tiempo para introducir a los alumnos en la oscura senda del teatro en verso. Es decir, el teatro en verso también podía ser esto, divertido como una función dominical.
Ahora, 27 años después, se vuelve a publicar Restauración junto con otras dos piezas inéditas de Mendoza, al parecer las únicas, porque el tomo se titula Teatro reunido. Son dos obras muy distintas. La primera, Gloria, es lo que nos íbamos imaginando al leer Una comedia ligera cuando aparecían fragmentos de Arrivederci, pollo, la comedieta de Prullás que decora la trama. De hecho Gloria (como Mallenca) tienen algo de Marichuli Mercadal, el gran personaje femenino de Mendoza, atascada en sus debilidades y sus vicios, que sobrelleva con la misma guasa. Aquí Gloria es la dueña de una comedia de puertas, un chafarrinón para reírse a gusto sin quitarse la corbata. Y hay mayordomos y bigotes que cambian de cara, y confusión de habitaciones y apariciones del marido. Es como un catálogo de cómo se escribe una comedia de esta clase sin entrar en el rollo de los símbolos y las oscuridades, hecha para quien va mucho al teatro a divertirse y por debajo de la risa calcula los aciertos y los errores de la maquinaria dramática. Y ocurre como con otras obras de Mendoza (estoy pensando en Pomponio Flato), que la narración deviene en artefacto primorosamente construido y… poco más. La excelencia compositiva, el hermoso lenguaje poético trufado de giros vecinales, la potencia del personaje, una especie de Blanche de andar por casa, todo eso es plausible, como una buena faena que merece un trofeo pero tampoco deja ningún regusto especial.
Esto es curioso y la ciencia literaria no creo que lo desentrañe. Hay piezas estupendas que fallan por alguna parte, y cuando uno ha mirado por encima y por debajo se da cuenta de que no hay ningún fallo, de que lo que falla es precisamente eso, que no hay ningún fallo, que todo ese desmadre está medido al milímetro y que, además, es eso lo que se nos propone, un juguete teatral que convence por su buena factura. Sí, pero ¿y qué más?, se queda uno preguntando.
La otra, Grandes preguntas, al parecer la favorita de su autor, es una especie de dramón con guasa, id est, un individuo normal y corriente muere y en la entrada del cielo hay un oficinista, Tobías, que lo interroga. Con estos mimbres se puede hacer un repaso a la vida, a la muerte, a la moral y a la inmoral, y en el fondo así es, convenientemente desgrasado de adiposidades teóricas, como era de rigor. Ni las migas de la trama (“¿Conoce usted a María Shilling?”) ni el boxeador ex machina que aparece al final liberan el texto de la trascendencia chistosa del momento. Falta alguien que diga que no somos nadie, pero, salvo el humor que nace de la mezcla de registros y de las equivocaciones gruesas, el suflé se baja, creo yo, antes de terminar. Tiene gracia la desmitificación del cielo (“¡Todo el mundo tocando el arpa!”), las filigranas teológicas (nunca sabrá si está en el cielo o en el infierno porque no puede haber dos eternidades), los anacronismos papalagi de Tobías, el olvido de los errores, o su presencia como condena, o el cuestionario sencillo que a todos podrían hacernos ahora mismo igual que cuando nos hayamos muerto: qué amigos tenías, qué platos preferías, qué momentos de felicidad se te quedaron grabados. Todo eso tiene mucha gracia, porque al lenguaje tabernario se une el teológico y a los dos el administrativo, que Mendoza, buen lector de papeleos, maneja como nadie, pero no sé yo si queda en la memoria un mito definido, un tipo de personaje que recordamos mirando a lo lejos con media sonrisa.
Ese personaje sí es Mallenca, la heroína de Restauración, la mejor con mucho de las tres, diga Mendoza lo que diga. Y el brillo de su verso libre se conserva igual que cuando lo leí la primera vez: fluye, canta, suena y hace reír, con un lenguaje estrictamente contemporáneo, de comedia exagerada. Yo me imaginaba una mezcla entre Mary Santpere y Rosa María Sardá, en sus tiempos prejubilares, claro, pero ya una vieja gloria, animosa y derrotada, sensible y destarifada, enamorada de un bribón como quien se aficiona al alpiste, que ni le gusta ni puede dejar de desearlo. Esta Mallenca, en tiempo de la guerra de Els Matiners (es la única carlistada que coincide con la Restauración), y con algo, cómo no, de reina disoluta, vive ya exiliada en la soledad de los campos, entre chaise-longes de terciopelo y telas de araña. Alrededor de ella zumban tres hombres: el falso peregrino, que abandonó a la estrella apagada y ahora reaparece con los cien gramos de jamón de York, como aquel que dice; el joven un poco tonto (como el Ricky de Gloria), que se confunde de guerra y se prenda de la dama como solo pueden prenderse los románticos idiotas; y, finalmente, el general Llorens, que intenta evitar la ignominia de tener que rendirse al enemigo en persona. Con el ágil ir y venir de sus vestidos (una capa de peregrino, otra de cabaretera y otra de general), el tiovivo dramático gira entre risas del público, que acepta de buen grado los grandes parlamentos de astracán, muchos de ellos, como la propia Mallenca, en equilibrio entre el hermoso dominio de los versos y el humor por contraste de registros. Sin los arabescos de Gloria, más natural, más clara y pictórica, como estampas de un personaje de veras perdurable.

Eduardo Mendoza, Teatro reunido, Seix-Barral, 2017, 363 pp.

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