28.11.17

Fortuny


En los años 90, el Casón del Buen Retiro aún albergaba la colección de pintura española del siglo XIX. Allí estaban los enormes cuadros históricos, El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, de Gisbert; Los amantes de Teruel, de Muñoz Degraín, rostros verdosos, rodeados de cirios, que alternaban con las palideces de Vicente Palmaroli y las damas perfectas de los Madrazo. Era un museo soñoliento, mortecino, lleno de ácaros antiguos, en el que, sin embargo, cabían algunos cuadros sorprendentes, sobre todo porque uno no sabía muy bien qué pintaban allí. Eran dos piezas de pequeño formato, una escena de soldados marroquíes, sobre una cabalgadura de jaeces encarnados y junto a una tapia de blancos y azules desleídos, y un caballo alazán, en postura de pasar calor, sobre la tierra de verde ralo. La otra era un interior de salón japonés, con dos niños, los hijos del pintor, descansando en un sofá, entre cojines de fantasía, uno de ellos, el más grande, también de rojo encendido. El fondo era verdoso, con una orquídea lánguida, y el suelo color zen. 
Solo cuando mirabas las fechas de los marcos entendías que tuvieran que estar allí, entre dramones polvorientos y oscuridades decimonónicas. La luz de aquellos dos cuadritos (el salón japonés algo más grande y apaisado) iluminaba los velatorios históricos, eran como una mirilla por la que asomarse a la luz del día, al sol vivio y restallante, a la pintura luminosa. Eran de Mariano Fortuny, cuatro años más joven que Palmaroli, tres años más viejo que Raimundo de Madrazo, y tan moderno…


Aquella colección se realojó en Museo del Prado, que este año exhibe una exposición muy completa de Fortuny, muy recomendable para todos aquellos que van buscando en el post-romanticismo español una modernidad homologable con el gran movimiento francés. Se trata de la diferencia que media entre las viñetas turísticas de Merimée y el Viaje a Oriente de Flaubert, o la que encontramos entre los versos encendidos de Espronceda y el despojamiento de Bécquer, tan solo dos años mayor que Fortuny, quien solo vivió dos años más que el poeta, treinta y seis. De hecho, en el retrato que le pintó Madrazo hay algo becqueriano en los ojos claros y acuosos de Fortuny, en la orla lívida del creador hiperestésico.


Sin embargo uno piensa que Bécquer, con fundar el nuevo lenguaje poético que iluminó el siglo XX desde sus principios, no llegó, en sus pocos años de vida, a tanto como Fortuny, quien antes de morirse ya había dejado claro cuál era el camino que compartirían naturalismo y modernismo, cuarenta años después, y por dónde se desgarrarían los cuadros desde el fauve al expresionismo. Sorolla ya tiene en Fortuny un modelo de iluminación, y Gaya una paleta fundamental. En el fondo, Fortuny dejó hecho el único camino posible para los realistas figurativos del siglo XX hasta el propio Antonio López. Un siglo después de morir tan joven, algunos de sus cuadros marroquíes podrían ser obra recién hecha, y no solo de excelente calidad sino bañada de un lenguaje que ya trasciende las épocas: así es la luz, así es el cuerpo, así se viaja del naturalismo a la abstracción, ese es el único futuro que tiene la pintura realista.


La modernidad en tiempos de Fortuny consistía en festejar que un pintor hubiera conseguido captar una luz. Fortuny, como Flaubert, se fue a Marruecos en busca de esa luz, y allí están los carnosos camellos, la tez azulada del pastor, las líneas de luz y sombra de las casas, estilizadas, casi abstractas, o los anacoretas de los poblados cabileños y la intensa luz que oculta lejanías. Las manchas blancas del sol reverberan en las calles, en las jaimas, en las nubes. De vuelta a España, cuando Fortuny pinta El Escorial ya parece un Escorial árabe, de burros a la puerta, con el lienzo herreriano detrás y sillares más ocres que grises, más humanos.

A veces esa luz parece un campo de amapolas, suaves acuarelas, simples, preciosas, delicadas, como los horizontes de Girtin, pero en este caso salpicados de escarlata. Es muy llamativa esa exuberancia de los rojos, pero no solo en los motivos orientales, en los dijes de las odaliscas, sino también en las escenas de batalla, en la de Wad-Ras, por ejemplo, lleno de rojos de albardas, de gorros, de fajines, ¡pero no de sangre! La sangre de verdad (sobre todo en Picador herido) no es el esmalte colorado de los arreos. Es oscura, vinosa, como las manchas en la chaquetilla del monosabio que arrastra al pesado (y rígido) picador recién cogido. Y lo mismo en Corrida de toros, de la que Sorolla tomaría buena nota. Las barreras son de un rojo desvaído, amarronado, y el público vistoso también está salpicado en rojo como sus cuadros de gallinas, de manchas frescas, cambiantes, movedizas.


Quizá todo provenga, hasta las manchas encarnadas, de la fascinante destreza de Fortuny con el lápiz, con el pincel, con la gubia, con lo que sea. Sus estudios académicos están traspasados de naturalismo poético. El muchacho de Idilio tiene las eternas piernas en edad de crecimiento, colgantes y enlazadas, porque debajo del pastor con la siringa está el muchacho que posa, son piernas reales en un entorno ideal, en sus miembros se ve más alma que en su cara. En ocasiones, en sentido estricto (es raro, tan temprano, ver sexos tan reales), pero es verdad que las manos y los pies, que es donde se ve al buen dibujante, tienen una expresividad poco común. Esos pies del muerto en Árabe velando a su amigo, la desolación cabizbaja, sus manos ya rendidas, cansadas de implorar, fibrosas de sufrir, tienen lo que, en el fondo, Fortuny heredó de Velázquez y traspasó a algunos de sus admiradores: piedad. Y lo mismo cabría decir de El fumador de opio, cuyo abandono se percibe en las manos y en los pies, no en el humo ni en el trastorno de la cara, o en ese curioso cuadro, La vicaría, en el que brillan las manos de la gente, de los que escriben, de los que esperan. Se diría que no deja mano sin estudiar, como si fuese aquella parte del personaje que intenta disimular con la cara. Y lo mismo, en fin, en Un marroquí o en Amigos fieles.


Esa piedad, digo, viene de la parte de Velázquez. Fortuny dominaba bien incluso el arte de copiar, en su sentido más noble y necesario, y así es capaz de pasear al Marte de Velázquez por la Villa Médicis, o de captar que la mirada de Inocencio X no está en los ojos sino en la boca, en esos labios del mismo púrpura desvaído que la muceta cardenalicia. Los ojos sin la boca solo son el poder y la vejez, y la boca, esos labios de seda fofa, es la que aporta la dosis de recelo. Esas copias de Velázquez son pintura en el sentido más Gaya del término. La pintura se sale del cuadro, invita a entrar en la realidad que acoge, y de ese impresionismo velazqueño, a través de las manos portentosas de Fortuny, también se nutre la modernidad.


En sus últimos años, sin embargo, Fortuny fue incluso más allá. Sus paisajes tétricos de ramas viejas y desnudas (El anacoreta, por ejemplo) están a la misma distancia de Goya que del expresionismo. En las acuarelas de Tánger las paredes son paletas sucias. En sus últimos años ya es todo mancha fuerte, agresiva en las nubes, poderosa en las piedras, en las hierbas y en los cielos, lo mismo en Fantasía árabe, ante la puerta de Tánger, que en Marroquí ahogado en la playa, que ya es casi vanguardia. 


La organización del museo ha tenido el buen gusto de escoger la acuarela Un marroquí, de 1869, como emblema de la exposición. No solo es una pieza maestra, sino quizá el resumen de toda su contribución a la modernidad: la anatomía dramática de los pies y de las manos, más verdadera que la cara oculta en un turbante de blanco iluminado, y una manta o túnica o chambergo que es un cuadro de Zóbel un par de siglos antes, y el fondo abstracto y descarnado, en los tonos orientales que no van más allá del ocre (del ocre zen), y solo se acompaña de grises, de blancos, de negros. La luz está viva y unge la figura. Sobre la maestría del dibujo descansan las ideas del futuro.



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